martes, 30 de septiembre de 2014

Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)[esp], _Obras dramáticas y líricas_ (1825), «Elegía a las musas»



Esta corona, adorno de mi frente,
esta sonante lira y flautas de oro,
y máscaras alegres que algún día
me disteis, sacras musas, de mis manos
trémulas recibid, y el canto acabe,
que fuera osado intento repetirle.
He visto ya cómo la edad ligera,
apresurando a no volver las horas,
robó con ellas su vigor al numen.
Sé que negáis vuestro favor divino
a la cansada senectud, y en vano
fuera implorarle. Pero, en tanto, bellas
ninfas, del verde Pindo habitadoras,
no me neguéis que os agradezca humilde
los bienes que os debí. Si puede un día,
no indigno sucesor de nombre ilustre,
dilatarle famoso, a vos fue dado
llevar al fin mi atrevimiento.
Sólo pudo bastar vuestro amoroso anhelo
a prestarme constancia en los afanes
que turbaron mi paz, cuando insolente,
vano saber, enconos y venganzas,
codicia y ambición la patria mía
abandonaros civil discordia.

Yo vi del polvo levantarse audaces
a dominar y perecer tiranos,
atropellarse efímeras las leyes,
y llamarse virtudes los delitos.
Vi las fraternas armas nuestros muros
bañar en sangre nuestra, combatirse,
vencido y vencedor, hijos de España,
y el trono desplomándose al vendido
ímpetu popular. De las arenas
que el mar sacude en la fenicia Gades,
a las que el Tajo lusitano envuelve
en oro y conchas, uno y otro imperio,
iras, desorden esparciendo y luto,
comunicarse el funeral estrago.
Así cuanto en Sicilia el Etna ronco
revienta incendios, su bifronte cima
cubre el Vesubio en humo denso y llamas,
turba el Averno sus calladas ondas;
y allá del Tibre en la ribera etrusca
se estremece la cúpula soberbia,
que da sepulcro al sucesor de Cristo [que al vicario de Cristo da sepulcro (eds. de 1830 y 1840)].

¿Quién pudo en tanto horror mover el plectro?
¿Quién dar al verso acordes armonías,
oyendo resonar grito de muerte?
Tronó la tempestad: bramó iracundo
el huracán, y arrebató a los campos
sus frutos, su matiz; la rica pompa
destrozó de los árboles sombríos;
todas huyeron tímidas las aves
del blando nido, en el espanto mudas:
no más trinos de amor.
Así agitaron mis tardos años mi existencia, y pudo
solo en región extraña el oprimido
ánimo hallar dulce descanso y vida.

Breve será, que ya la tumba aguarda,
y sus mármoles abre a recibirme;
ya los voy a ocupar… Si no es extremo [eterno]
el rigor de los hados, y reservan
a mi patria infeliz mayor ventura,
dénsela presto, y mi postrer suspiro
será por ella… Prevenid, en tanto,
flébiles tonos, enlazad coronas
de ciprés funeral, musas celestes;
y donde a las del mar sus aguas mezcla
el Garona opulento, en silencioso
bosque de lauros y menudos mirtos,
ocultad entre flores mis cenizas.

                                 FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro: "Elegía a las musas".



Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)[esp], _Epístola_ Epístola el filosofastro «A Claudio» (frag.)



Ayer Don Ermeguncio, aquel pedante

locuaz, declamador, a verme vino

en punto de las diez. Si de él te acuerdas,

sabrás que no tan solo es importuno,

presumido, embrollón, sino que a tantas

gracias añade la de ser goloso,

más que el perro de Filis. No te puedo

decir con cuántas indirectas frases,

tropos elegantes y floridos,

me pidió de almorzar. Cedí al encanto

de su elocuencia, y vieras conducida

del rústico gallego que me sirve,

ancha bandeja con tazón chinesco

rebosando de hirviente chocolate

(ración cumplida para tres prelados

benedictinos), y en cristal luciente

agua que serenó barro de Andújar,

tierno y sabroso pan, mucha abundancia

de leves tortas y bizcochos duros,

que toda absorben la poción süave

de Soconusco, y su dureza pierden.

No con tanto placer el lobo hambriento

mira la enferma res, que en solitario

bosque perdió el pastor; como el ayuno

huésped el don que le presento opimo.


Antes de comenzar el gran destrozo,

altos elogios hizo del fragante

aroma que la taza despedía,

del esponjoso pan, de los dorados

bollos, del plato, del mantel, del agua;

y empieza a devorar. Mas no presumas

que por eso calló; diserta y come,

engulle y grita, fatigando a un tiempo

estómago y pulmón. ¡Qué cosas dijo!

¡Cuánta doctrina acumuló, citando

vengan al caso o no, godos y etruscos!

Al fin, en ronca voz: ¡Oh, edad nefanda,

vicios abominables! ¡Oh, costumbres!

¡Oh, corrupción! Exclama; y de camino

dos tortas se tragó. ¡Que a tanto llegue

nuestra depravación, y un placer solo,

tantos afanes y dolor produzca

a la oprimida humanidad! Por este

sorbo llenamos de miseria y luto

la América infeliz, por él Europa,

la culta Europa, en el oriente usurpa

vastas regiones; porque puso en ellas

naturaleza el cinamomo ardiente;

y para que más grato el gusto adule

este licor, en duros eslabones

hace gemir al atezado pueblo,

que en África compró, simple y desnudo.

¡Oh! ¡Qué abominación! Dijo, y llorando

lágrimas de dolor, se echó de un golpe

cuanto en el hondo cangilón quedaba.


   Claudio, si tú no lloras, pues la risa

llanto causa también, de mármol eres;

que es mucha erudición, celo muy puro,

mucho prurito de censura estoica

el de mi huésped; y este celo, y esta

comezón docta, es general locura

del filosofador siglo presente.

Más difíciles somos y atrevidos

que nuestros padres, más innovadores,

pero mejores no. Mucha doctrina,

poca virtud. No hay picarón tramposo,

venal, entremetido, disoluto,

infame delator, amigo falso,

que ya no ejerza autoridad censoria

en la Puerta del Sol, y allí gobierne

los estados del mundo; las costumbres,

los ritos y las leyes mude y quite.


   Próculo, que se viste y calza y come

de calumniar y de mentir, publica

centones de moral. Nevio, que puso

pleito a su madre y la encerró por loca,

dice que ya la autoridad paterna

ni apoyos tiene ni vigor, y nace

la corrupción de aquí. Zenón, que trata

de no pagar a su pupila el dote,

habiéndola comido el patrimonio

que en su mano rapaz la ley le entrega,

dice que no hay justicia, y se conduele

de que la probidad es nombre vano.

Rufino, que vendió por precio infame

las gracias de su esposa, solicita

una insignia de honor. Camilo apunta

cien onzas, mil, a la mayor de espadas,

en ilustres garitos disipando

la sangre de sus pueblos infelices;

y habla de patriotismo... Claudio, todos

predican ya virtud, como el hambriento

don Ermeguncio cuando sorbe y llora...

Dichoso aquel, que la practica y calla.


                                                       (FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro: "A Claudio")

Félix María de Samaniego (1745-1801)[esp], Fábulas (L 1781 y 1784), «El zagal y las ovejas»


Apacentando un joven su ganado,
gritó desde la cima de un collado:
“¡Favor! que viene el lobo, labradores.”
Estos, abandonando sus labores,
acuden prontamente,
y hallan que es una chanza solamente.
Vuelve a clamar, y temen la desgracia;
segunda vez los burla. ¡Linda gracia!
Pero ¿qué sucedió la vez tercera?
Que vino en realidad la hambrienta fiera.
Entonces el zagal se desgañita,
y por más que patea, llora y grita,
no se mueve la gente escarmentada,
y el lobo le devora la manada.

¡Cuántas veces resulta de un engaño,
contra el engañador el mayor daño!

(SAMANIEGO, Félix María: Fábulas (1781 y 1784), «El zagal y las ovejas»)


Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)[esp], _El sí de las niñas_ (1805), Acto segundo, escena V (frag.) «DON DIEGO.- Calle usted, Por Dios […] todo cuanto deseaba.»





DON DIEGO: Calle usted, por Dios, Doña Irene, y no me diga usted a mí lo que es natural. Lo que es natural es que la chica esté llena de miedo, y no se atreva a decir una palabra que se oponga a lo que su madre quiere que diga... Pero si esto hubiese, por vida mía que estábamos lucidos.

DOÑA FRANCISCA: No, señor; lo que dice su merced, eso digo yo; lo mismo. Porque en todo lo que me mande la obedeceré.

DON DIEGO: ¡Mandar, hija mía!... En estas materias tan delicadas los padres que tienen juicio no mandan. Insinúan, proponen, aconsejan; eso sí, todo eso sí; ¡pero mandar!... ¿Y quién ha de evitar después las resultas funestas de lo que mandaron?... Pues ¿cuántas veces vemos matrimonios infelices, uniones monstruosas, verificadas solamente porque un padre tonto se metió a mandar lo que no debiera?... ¡Eh! No, señor; eso no va bien... Mire usted, Doña Paquita, yo no soy de aquellos hombres que se disimulan los defectos. Yo sé que ni mi figura ni mi edad son para enamorar perdidamente a nadie; pero tampoco he creído imposible que una muchacha de juicio y bien criada llegase a quererme con aquel amor tranquilo y constante que tanto se parece a la amistad, y es el único que puede hacer los matrimonios felices. Para conseguirlo no he ido a buscar ninguna hija de familia de estas que viven en una decente libertad... Decente, que yo no culpo lo que no se opone al ejercicio de la virtud. Pero ¿cuál sería entre todas ellas la que no estuviese ya prevenida en favor de otro amante más apetecible que yo? Y en Madrid, figúrese usted en un Madrid... Lleno de estas ideas me pareció que tal vez hallaría en usted todo cuanto deseaba.



                                                                                     (FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro: El sí de las niñas (frag.)

Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)[esp], _El sí de las niñas_ (1805), Acto primero, escena III (frag.) «DOÑA FRANCISCA.- ¿Nos vamos dentro […] DOÑA IRENE.- […] Honor que le corresponde.»




DOÑA FRANCISCA.- ¿Nos vamos adentro, mamá, o nos quedamos aquí?

DOÑA IRENE.- Ahora, niña, que quiero descansar un rato.

DON DIEGO.- Hoy se ha dejado sentir el calor en forma.

DOÑA IRENE.- (Refiriéndose a las monjas que han visitado.) ¡Y qué fresco tienen aquel locutorio! Está hecho un cielo […]. Mi hermana es la que está bastante delicadita. Ha padecido mucho este invierno... Pero, vaya, no sabía qué hacerse con su sobrina la buena señora. Está muy contenta de nuestra elección […]

DON DIEGO.- Sólo falta que la parte interesada tenga la misma satisfacción que manifiestan cuantos la quieren bien.

DOÑA IRENE.- Es hija obediente, y no se apartará jamás de lo que determine su madre.

DON DIEGO.- Todo eso es cierto, pero...

DOÑA IRENE.- Es de buena sangre, y ha de pensar bien, y ha de proceder con el honor que le corresponde.

(FERNÁNDEZ DE MORATÍN, Leandro: El sí de las niñas, “Primer acto”)