Ayer Don Ermeguncio, aquel pedante
locuaz, declamador, a verme vino
en punto de las diez. Si de él te acuerdas,
sabrás que no tan solo es importuno,
presumido, embrollón, sino que a tantas
gracias añade la de ser goloso,
más que el perro de Filis. No te puedo
decir con cuántas indirectas frases,
tropos elegantes y floridos,
me pidió de almorzar. Cedí al encanto
de su elocuencia, y vieras conducida
del rústico gallego que me sirve,
ancha bandeja con tazón chinesco
rebosando de hirviente chocolate
(ración cumplida para tres prelados
benedictinos), y en cristal luciente
agua que serenó barro de Andújar,
tierno y sabroso pan, mucha abundancia
de leves tortas y bizcochos duros,
que toda absorben la poción süave
de Soconusco, y su dureza pierden.
No con tanto placer el lobo hambriento
mira la enferma res, que en solitario
bosque perdió el pastor; como el ayuno
huésped el don que le presento opimo.
Antes de comenzar el gran destrozo,
altos elogios hizo del fragante
aroma que la taza despedía,
del esponjoso pan, de los dorados
bollos, del plato, del mantel, del agua;
y empieza a devorar. Mas no presumas
que por eso calló; diserta y come,
engulle y grita, fatigando a un tiempo
estómago y pulmón. ¡Qué cosas dijo!
¡Cuánta doctrina acumuló, citando
vengan al caso o no, godos y etruscos!
Al fin, en ronca voz: ¡Oh, edad nefanda,
vicios abominables! ¡Oh, costumbres!
¡Oh, corrupción! Exclama; y de camino
dos tortas se tragó. ¡Que a tanto llegue
nuestra depravación, y un placer solo,
tantos afanes y dolor produzca
a la oprimida humanidad! Por este
sorbo llenamos de miseria y luto
la América infeliz, por él Europa,
la culta Europa, en el oriente usurpa
vastas regiones; porque puso en ellas
naturaleza el cinamomo ardiente;
y para que más grato el gusto adule
este licor, en duros eslabones
hace gemir al atezado pueblo,
que en África compró, simple y desnudo.
¡Oh! ¡Qué abominación! Dijo, y llorando
lágrimas de dolor, se echó de un golpe
cuanto en el hondo cangilón quedaba.
Claudio, si tú no lloras, pues la risa
llanto causa también, de mármol eres;
que es mucha erudición, celo muy puro,
mucho prurito de censura estoica
el de mi huésped; y este celo, y esta
comezón docta, es general locura
del filosofador siglo presente.
Más difíciles somos y atrevidos
que nuestros padres, más innovadores,
pero mejores no. Mucha doctrina,
poca virtud. No hay picarón tramposo,
venal, entremetido, disoluto,
infame delator, amigo falso,
que ya no ejerza autoridad censoria
en la Puerta del Sol, y allí gobierne
los estados del mundo; las costumbres,
los ritos y las leyes mude y quite.
Próculo, que se viste y calza y come
de calumniar y de mentir, publica
centones de moral. Nevio, que puso
pleito a su madre y la encerró por loca,
dice que ya la autoridad paterna
ni apoyos tiene ni vigor, y nace
la corrupción de aquí. Zenón, que trata
de no pagar a su pupila el dote,
habiéndola comido el patrimonio
que en su mano rapaz la ley le entrega,
dice que no hay justicia, y se conduele
de que la probidad es nombre vano.
Rufino, que vendió por precio infame
las gracias de su esposa, solicita
una insignia de honor. Camilo apunta
cien onzas, mil, a la mayor de espadas,
en ilustres garitos disipando
la sangre de sus pueblos infelices;
y habla de patriotismo... Claudio, todos
predican ya virtud, como el hambriento
don Ermeguncio cuando sorbe y llora...
Dichoso aquel, que la practica y calla.
Un lugar común de los estudiantes de Literatura española donde publicamos una antología de textos seleccionados por nosotros mismos con el fin de aprender a conocernos mejor a través de las ideas y sentimientos de los más variados personajes que pueblan nuestro universo literario.
martes, 30 de septiembre de 2014
Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)[esp], _Epístola_ Epístola el filosofastro «A Claudio» (frag.)
(FERNÁNDEZ
DE MORATÍN, Leandro: "A Claudio")
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