martes, 19 de noviembre de 2013

José de Espronceda y Delgado (Almendralejo, Badajoz, 1808-Madrid, 1842)[esp], _El estudiante de Salamanca_ (1840), «Parte primera» (frag.) «Segundo don Juan Tenorio […] Félix de Montemar.»


     Segundo don Juan Tenorio
alma fiera e insolente,
irreligioso y valiente,
altanero y reñidor,
siempre el insulto en los ojos,
en los labios la ironía,
nada teme y todo fía
de su espada y su valor.

     Corazón gastado, mofa
de la mujer que corteja
y hoy despreciándola deja
la que ayer se le rindió.
Ni el porvenir temió nunca,
ni recuerda en lo pasado
la mujer que ha abandonado,
ni el dinero que perdió.

     No vio el fantasma entre sueños
del que mató en desafío,
ni turbó jamás su brío
recelosa previsión.
Siempre en lances y en amores,
siempre en báquicas orgías,
mezcla en palabras impías
un chiste a una maldición.

     En Salamanca famoso
por su vida y buen talante
al atrevido estudiante
le señalan entre mil;
fueros le da su osadía,
le disculpa su riqueza,
su generosa nobleza,
su hermosura varonil.

     Que su arrogancia y sus vicios,
caballeresca apostura,
agilidad y bravura
ninguno alcanza igualar;
que hasta en sus crímenes mismos,
en su impiedad y altiveza,
pone un sello de grandeza
don Félix de Montemar.

ESPRONCEDA, José de: El estudiante de Salamanca

Leandro Fernández de Moratín (Madrid, 1760-París, 1828)[esp], _El sí de las niñas_ (1805). Acto tercero, escena XIII. Final

                            ESCENA XIII

DIEGO, DOÑA IRENE, DOÑA DON CARLOS, DON FRANCISCA, RITA.

(Sale DON CARLOS del cuarto precipitadamente; coge de un brazo a DOÑA FRANCISCA, se la lleva hacia el fondo del teatro y se pone delante de ella para defenderla. DOÑA IRENE se asusta y se retira.)



DON CARLOS.- Eso no… Delante de mí nadie ha de ofenderla.

DÑA. FRANCISCA.- ¡Carlos!

DON CARLOS.-  (A DON DIEGO.) Disimule usted mi atrevimiento…He visto que la insultaban y no me he sabido contener.

DOÑA IRENE.- ¿Qué es lo que me sucede, Dios mío? ¿Quién es usted?... ¿Qué acciones son estas?... ¡Qué escándalo!

DON DIEGO.- Aquí no hay escándalos… Ese es de quien su hija de usted está enamorada… Separarlos y matarlos viene a ser lo mismo… Carlos… No importa… Abraza a tu mujer. (Se abrazan DON CARLOS  y DOÑA FRANCISCA, y después se arrodillan a los pies de DON DIEGO.)

DOÑA IRENE.- ¿Conque su sobrino de usted?...

DON DIEGO.- Sí, señora; mi sobrino, que con sus palmadas, y su música, y su papel me ha dado la noche más terrible que he tenido en mi vida… ¿Qué es esto, hijos míos, qué es esto?

DOÑA FRANCISCA.- ¿Conque usted nos perdona y nos hace felices?

DON DIEGO.- Sí, prendas de mi alma… Sí. (Los hace levantar con expresión de ternura.)

DOÑA IRENE.- ¿Y es posible que usted se determina a hacer un sacrificio?...

DON DIEGO.- Yo pude separarlos para siempre y gozar tranquilamente la posesión de esta niña amable, pero mi conciencia no lo sufre… ¡Carlos!... ¡Paquita!... ¡Qué dolorosa impresión me deja en el alma el esfuerzo que acabo de hacer!... Porque, al fin, soy un hombre miserable y débil.

DON CARLOS.- Si nuestro amor (Besándole las manos), si nuestro agradecimiento pueden bastar a consolar a usted en tanta pérdida…

DOÑA IRENE.- ¡Conque el bueno de Don Carlos! Vaya que…

DON DIEGO.- Él y su hija de usted estaban locos de amor, mientras que usted y las tías fundaban castillos en el aire, y me llenaban la cabeza de ilusiones, que han desaparecido como un sueño… Esto resulta un abuso de autoridad, de la opresión que la juventud padece; éstas son las seguridades que dan los padres y los tutores, y esto lo que se debe fiar en el sí de las niñas… Por una casualidad he sabido a tiempo el error en que estaba…

DOÑA IRENE.- En fin. Dios los haga buenos y que por muchos años se gocen… Venga usted acá, señor; venga usted, que quiero abrazarle. (Abrazando a DON CARLOS, DOÑA FRANCISCA  se arrodilla y besa las manos de su madre.) Hija, Francisquita. ¡Vaya! Buena elección has tenido… Cierto que es un mozo muy galán… Morenillo, pero tiene un mirar de ojos muy hechicero.

RITA.- Sí, dígaselo usted, que no lo ha reparado la niña… señorita, un millón de besos. (Se besan DOÑA FRANCISCA y RITA.)

DOÑA FRANCISCA.- Pero, ¿ves qué alegría tan grande?... ¡Y tú, cómo me quieres tanto!... Siempre, siempre serás mi amiga.

DON DIEGO.- Paquita, hermosa (Abraza a DOÑA FRANCISCA), recibe los primeros abrazos de tu nuevo padre… No temo ya la soledad terrible que amenazaba mi vejez… Vosotros (Asiendo de las manos a DOÑA FRANCISCA y a DON CARLOS) seréis las delicias de mi corazón; el primer fruto de vuestro amor… sí, hijos, aquél… no hay remedio, aquél es para mí. Y cuando le acaricie en mis brazos, podré decir: a mí me debe su existencia este niño inocente; si sus padres viven, si son felices, yo he sido la causa.

DON CARLOS.- ¡Bendita sea tanta bondad!

DON DIEGO.- Hijos, bendita sea la de Dios.

                                                                                                         (LEANDRO FERNÁNDEZ DE MORATÍN; El sí de las niñas)


   

Juan Meléndez Valdés (1754-1817)[esp], _Poesías_ (1820) -Epístola «El filósofo en el campo» (frag.)




Bajo una erguida populosa encina,
cuya ancha copa en torno me defiende
de la ardiente canícula, que ahora
con rayo abrasador angustia al mundo,
tu oscuro amigo, Fabio, te saluda.
Mientras tú en el guardado gabinete,
a par del feble ocioso cortesano,
sobre el muelle sofá tendido yaces,
y hasta para alentar vigor os falta,
yo en estos campos, por el sol tostado,
lo afronto sin temor, sudo y anhelo;
y el soplo mismo que me abrasa ardiente,
en plácido frescor mis miembros baña.
Miro y contemplo los trabajos duros
del triste labrado, su suerte esquiva,
su miseria, sus lástimas, y aprendo
entre los infelices a ser hombre.

¡Ay Fabio, Fabio!, en las doradas salas,
entre el brocado y colgaduras ricas,
el pie hollando en tallados pavimentos,
¡qué mal al pobre el cortesano juzga!
¡qué mal en torno la opulenta mesa,
cubierta de mortíferos manjares,
cebo a la gula y la lascivia ardiente,
del infeliz se escuchan los clamores!
Él carece de pan; cércale hambriento
el largo enjambre de sus tristes hijos,
escuálidos, sumidos en miseria,
y acaso acaba su doliente esposa
de dar ¡ay! A la patria otro infelice,
víctima ya de entonces destinada
a la indigencia, y del oprobio siervo;
y allá en la corte, en lujo escandaloso
nadando en tanto, el sibarita ríe
entre perfumes y festivos brindis,
y con su risa a su desdicha insulta.
[…]

«¿Qué hay», nos grita el orgullo, «entre el colono,
de común, y el señor? ¿Tu generosa
antigua sangre, que se pierde oscura
allá en la edad dudosa del gran Nino,
y de héroe en héroe hasta tus venas corre,
de un rústico a la sangre igual sería?
El potentado distinguirse debe
del tostado arador; próvido el cielo
así lo ha decretado, dando al uno
el arte de gozar, y un pecho al otro
llevador del trabajo; su vil frente
del alba matinal a las estrellas
en amargo sudor los surcos bañe,
y exhausto expire, a su señor sirviendo,
mientras él coge venturoso el fruto
de tan ímprobo afán, y uno devora
la sustancia de mil.» ¡Oh, cuánto, cuánto
el pecho se hincha con tan vil lenguaje,
por más que grite la razón severa
y la cuna y la tumba nos recuerde
con qué justa natura nos iguala!
[…]

¿Y éstos miramos con desdén? ¿La clase
primera  del estado, la más útil,
la más honrada, el santüario augusto
de la virtud y la inocencia hollamos?
Y ¿para qué? Para exponer tranquilos
de una carta al azar -¡oh noble empleo
del tiempo y la riqueza!- lo que haría
próvido heredamiento a cien hogares;
para premiar la audacia temeraria
del rudo gladiador, que a sus pies deja
el útil animal que el corvo arado
para sí nos demanda; los mentidos
halagos con que artera al duro lecho,
desde sus brazos, del dolor nos lanza
una impudente cortesana; el raro
saber de un peluquero, que elevando
de gasas y plumaje una alta torre
sobre nuestras cabezas, las rizadas
hebras de oro en que ornó naturaleza
a la beldad, afea y desfigura
con su indecente y asquerosa mano. […]


                                                                                                                                       

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)[esp], _Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas_ (frag.) «La reforma de nuestro teatro […] pasiones y caprichos»




La reforma de nuestro teatro debe empezar por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena. No hablo solamente de aquellos a que en nuestros días se da una bárbara preferencia; de aquellos que aborta una cuadrilla de hambrientos e ignorantes poetucos, que, por decirlo así, se han levantado con el imperio de las tablas para desterrar de ellas el decoro, la verosimilitud, el interés, el buen lenguaje, la cortesía, el chiste cómico y la agudeza castellana. Semejantes monstruos desaparecerán a la primera ojeada que echen sobre la escena la razón y el buen sentido; hablo también de aquellos justamente celebrados entre nosotros, que algún día sirvieron de modelo a otras naciones, y que la porción más cuerda que la nuestra ha visto siempre, y ve todavía, con entusiasmo y delicia. Seré siempre el primero a confesar sus bellezas inimitables, la novedad de su invención, la belleza de su estilo, la fluidez y naturalidad de su diálogo, el maravilloso artificio de su enredo, la facilidad de su desenlace, el fuego, el interés, el chiste, las sales cómicas que brillan a cada paso en ellos. Pero ¿qué importa, si estos mismos dramas, mirados a la luz de los preceptos, y principalmente a la de la sana razón, están plagados de vicios y defectos que la moral y la política no pueden tolerar?

¿Quién podrá negar que en ellos, según la vehemente expresión de un crítico moderno, “se ven pintadas con el colorido más deleitable las solicitudes más inhonestas; los engaños, los artificios, las perfidias; fugas de doncellas, escalamientos de casas nobles, resistencias a la justicia, duelos y desafíos temerarios, fundados en un falso pundonor; robos autorizados, violencias intentadas y cumplidas, bufones insolentes y criados que hacen gala y ganancia de sus infames tercerías”? Semejantes ejemplos, capaces de corromper la inocencia del pueblo más virtuoso, deben desaparecer de sus ojos cuanto antes.

Es por lo mismo necesario sustituir a estos dramas por otros capaces de deleitar e instruir, presentando ejemplos y documentos que perfeccionen el espíritu y el corazón de aquella clase de personas que más frecuentará el teatro. He aquí el grande objeto de la legislación: perfeccionar en todas sus partes este espectáculo, formando un teatro donde puedan verse continuos y heroicos ejemplos de reverencia al Ser Supremo y a la religión de nuestros padres; de amor a la patria, al soberano y a la Constitución; de respeto a las jerarquías, a las leyes y a los depositarios de la autoridad; de fidelidad conyugal, de amor paterno, de ternura y obediencia filial; un teatro que presente príncipes buenos y magnánimos, magistrados humanos e incorruptibles, ciudadanos llenos de virtud y de patriotismo, prudentes y celosos padres de familia, amigos fieles y constantes; en una palabra, hombres heroicos y esforzados, amantes del bien público, celosos de su libertad y de sus derechos, y protectores de la inocencia y acérrimos perseguidores de la iniquidad. Un teatro, en fin, donde no sólo aparezcan castigados con atroces escarmientos los caracteres contrarios a estas virtudes, sino que sean también silbados y puestos en ridículo los demás vicios y extravagancias que turban la sociedad: el orgullo y la bajeza, la prodigalidad y la avaricia, la lisonja y la hipocresía, la supina indiferencia religiosa y la supersticiosa credulidad, la locuacidad e indiscreción, la ridícula afectación de nobleza, de poder, de influjo, de sabiduría, de amistad, y, en suma, todas las manías, todos los abusos, todos los malos hábitos en que caen los hombres cuando salen del sendero de la virtud, del honor y de la cortesanía por entregarse a sus pasiones y caprichos.



________________________
Notas aclaratorias para la comprensión del texto:
 ...con entusiasmo y delicia, es decir, las obras de Lope, Alarcón, Tirso, Calderón... los grandes dramaturgos del siglo XVII…
deleitable, atractivo, que produce deleite…
a estos dramas otros, con otros…
supina, absoluta…



(JOVELLANOS Gaspar Melchor de: Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos y diversiones públicas [frag.])

José Cadalso y Vázquez (Cádiz, 1741-Gibraltar, 1782)[esp], _Los eruditos a la violeta_ (1772), (frag.) «Si oímos a los hombres […] Nunca soltéis prenda»


Si oímos a los hombres graves hablar de las ciencias, nos dirán que ellas son los resplandores de aquella luz con que nacemos; que todas ellas tienen la más estrecha conexión entre sí […]. Dirán también, muy pagados de su trabajo, que el objeto común de todas ellas y la utilidad que han prestado a los hombres, se divide en dos: una es obtener un menos imperfecto conocimiento del Ente Supremo, con cuyo conocimiento se mueve más el corazón del hombre a tributar más rendidos cultos a su Criador; y la otra es hacerse los hombres más sociables, comunicándose mutuamente las producciones de sus entendimientos, y unirse, digámoslo así a pesar de los mares y distancias.
Muy santo y bueno será todo esto, y yo no me quiero meter ahora en disputarlo; pero yo y vosotros mis discípulos hemos de considerar las ciencias con otro objeto muy diferente.
Las ciencias no han de servir más que para lucir en los estrados, paseos, luneta de las comedias, tertulias, antesalas de poderosos y cafés, y para ensoberbecernos, llenarnos de orgullo, hacernos intratables e infundirnos un sumo desprecio para con todos los que no nos admiren. Éste es su objeto, su naturaleza, su principio y su fin. […]
De los dramáticos griegos y latinos, decid que aunque son los modelos, no gustarían hoy sus dramas, por aquel aparato de la antigua representación, con mascarillas, acompañamiento de flautas, etc. No obstante, citad a Eurípides, Sófocles, Séneca, Terencio y Plauto, y una pieza de cada uno. Con esto, y con repetir a menudo las palabras del conjuro, unidad, prólogo, catástrofe, episodio, escena, acto, coro, corifeo, etc.; y con decir que el plaudite de los cómicos románticos equivalía a una despedida de:

Esta comedia, señores,
aquí se acaba, pidiendo
a este concurso piadoso
el perdón de nuestros yerros,

os tendrán por pozos de ciencia poético-trágico-cómico-grecolatino-ánglico-itálico-gálico-hispánico-antiguo-moderna (fuego, ¡qué tirada!); y pobre del autor que saque su pieza al público sin vuestra aprobación. Decid pieza y no composición, porque más de la mitad del mérito está en eso. Pero vosotros no deis al público un dedo de papel vuestro, porque os exponéis a perder todo el concepto que os habrá adquirido esta lección. Nunca soltéis prenda.

CADALSO, José: Los eruditos a la violeta

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Mariano José de Larra y Sánchez de Castro (Madrid, 1809-Madrid, 1837)[esp], _Colección de artículos dramáticos, literarios y de costumbres_ (1835) «Vuelva usted mañana» (frag.)


         Gran persona debió de ser el primero que llamó pecado mortal a la pereza. (...) Estas reflexiones hacía yo casualmente no hace muchos días, cuando se presentó en mi casa un extranjero (...) provisto de competentes cartas de recomendación para mi persona. Asuntos intrincados de familia, reclamaciones futuras, y aun proyectos vastos concebidos en París de invertir aquí sus cuantiosos caudales en tal cual especulación industrial o mercantil, eran los motivos que a nuestra patria conducían.
          Acostumbrado a la actividad en que viven nuestros vecinos, me aseguró formalmente que pensaba permanecer aquí muy poco tiempo, sobre todo si no encontraba pronto objeto seguro en que invertir su capital. Pareciome el extranjero digno de alguna consideración, trabé presto amistad con él, y lleno de lástima traté de persuadirle a que no volviese a su casa cuanto antes, siempre que seriamente trajese otro fin que no fuese el de pasearse. Admirole la proposición, y fue preciso explicarme más claro.
        
          --Mirad--le dije--, monsieur Sans-délai, que así se llamaba ; vos venís decidido a pasar quince días, y a solventar en ellos vuestros asuntos.
          --Ciertamente--me contestó--. Quince  días, y es mucho. (...)
         Amaneció el día siguiente, y salimos entrambos a buscar un genealogista (...). El buen señor, aturdido de ver nuestra precipitación, declaró francamente que necesitaba tomarse algún tiempo; instósele, y por mucho favor nos dijo definitivamente que nos diéramos una vuelta por allí dentro de unos días. Sonreíme y marchámonos.
Pasaron tres días: fuimos.
          --Vuelva usted mañana --nos respondió la criada--, porque el señor no se ha levantado todavía.
          --Vuelva usted mañana --nos dijo al siguiente día--, porque el amo acaba de salir.
          --Vuelva usted mañana --nos respondió al otro--, porque el amo está durmiendo la siesta.
          --Vuelva usted mañana --nos respondió el lunes siguiente--, porque hoy ha ido a los toros.
          --¿Qué día, a qué hora se ve a un español?
          Vímoslo por fin , y "Vuelva usted mañana--nos dijo--, porque se me ha olvidado. Vuelva usted mañana porque no esta limpio".
          A los quince días ya estuvo; pero mi amigo le había pedido una noticia del apellido Díez, y él había entendido Díaz, y la noticia no servía. Esperando nuevas pruebas nada dije a mi amigo, desesperado ya de dar jamás con sus abuelo. (...)
         Para las proposiciones que acerca de varios establecimientos y empresas utilisímas pensaba hacer, había sido preciso buscar un traductor; por los mismos pasos que el genealogista nos hizo pasar el traductor; de mañana en mañana nos llevó hasta el fin de mes. (...)
         Presentose con todo, yendo y viniendo días, una proposición de mejoras por un ramo que no citaré, quedando recomendadas eficacísimamente.
         A los cuatro días volvimos a saber el éxito de nuestra pretensión.
         --Vuelva usted mañana--nos dijo el portero--.El oficial de la mesa no ha venido hoy.
         -- Grande causa le habrá detenido--dije yo entre mí.
          Fuímonos a dar un paseo, y nos encontramos,¡qué casualidad! , al oficial de la mesa en  el Retiro, ocupadísimo en dar una vuelta con su señora al hermoso sol de los inviernos claros de Madrid. Martes era el día siguiente, y nos dijo el portero:
          --Vuelva usted mañana, porque el señor oficial, de la mesa no da audiencia hoy.
          -- Grandes negocios habrán cargado sobre él --dije yo.
          Como soy el diablo y aun he sido duende, busqué ocasión de echar una ojeada por el agujero de una cerradura. Su señoría estaba echando un cigarrito al brasero, y con una charada del Correo entre manos que le debía costar trabajo aceptar.
          --Es imposible verlo hoy --le dije a mi compañero--; su señoría está, en efecto, ocupadísimo.
          (...)Después de cerca de medio año de subir y bajar, y estar a la firma o al informe, o a la aprobación o al despacho, o debajo de la mesa, y de volver siempre mañana, salió con una notita al margen que decía: 
"A pesar de la justicia y utilidad del plan del exponente, negado."
           ¡Ah, ah!, monsieur Sans-délai  --exclamé riéndome a carcajadas--; este es nuestro negocio.

           Pero monsieur Sans-délai se daba a todos los diablos.
           --¿Para esto he echado un viaje tan largo? ¿Después de seis meses no habré conseguido sino que me digan en todas partes diariamente, Vuelva usted mañana, y cuando este dichoso mañana llega en fin, nos dicen redondamente que no? ¿Y vengo a darles dinero? ¿Y vengo hacerles favor?, preciso es que la intriga más enredada se haya fraguado para ponerse a nuestras miras.
           ¿Intriga, monsieur Sans-délai? No hay hombre capaz de seguir dos horas una intriga. La pereza es la verdadera intriga; os juro que no hay otra cosa; esa es la gran causa oculta.


Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-Madrid, 1870)[esp], Leyenda: «Los ojos verdes»

      En una cacería, un ciervo herido se dirige hacia la fuente de los Álamos. El montero mayor Íñigo avisa de que en esa zona no pueden adentrarse, por lo que hay que al ciervo por perdido; explica al joven y altivo Fernando de Argensola ( quien  está   irritado por perder la pieza ) que en las aguas de la fuente habita un espíritu del mal y  quien enturbie sus aguas pagará caro su atrevimiento. Pero el joven, soberbio, no hace caso. Inmediatamente después de Bécquer nos narra lo siguiente:

   --Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos enpos de la res herida, diríase que en una mala bruja os ha encanijanado con sus hechizos. (...) ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
     Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
      Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido  de la hoja al resbalarse sobre la pulimenta madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
--Íñigo, tú que eres viejo, tú que conoces todas las guardias del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tu errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
--¡Una mujer! --exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
--Sí --dijo el joven--;es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar este secreto eternamente, pero no es ya posible, rebosa en mi corazón y asoma semblante.Voy pues a revelártelo ... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve  a la criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
    El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse  junto al escaño de su señor,del que no apartaba  un punto los espantados de los ojos. Este, después de coordinar sus ideas prosiguió así:
    --  Desde el día en que, a pesar de tu funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

    >>¿Tú no conoces aquel sitio? Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al  borde de su cuna. Aquellas gota (...) se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen en su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde. (...)

    >>El día que salté sobre ella  con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña..., muy extraña : los ojos de una mujer.
    >>Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía , una mirada que encendió un deseo absurdo, irrealizable; el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En fusca fui un día y otro a aquel sitio.
    >>Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo ; sus pestañas brillaban a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro ; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto...sí, por que los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
    --¡Verdes! --exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.
    Fernando lo miró a su vez como asombrado de que lo concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y alegría:
    --¿La conoces?
    --¡Oh, no!m--dijo el montero--. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta aquellos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a ala fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenegado sus ondas.
    --¡Por lo que más amo! -- murmuró el joven con una triste sonrisa.
    --Sí --prosiguió el anciano--; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer
    --¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré yo dejar de buscarlos!
    Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó son acento sombrío:
--¡Cúmplase la voluntad del cielo!.