miércoles, 6 de noviembre de 2013

Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-Madrid, 1870)[esp], Leyenda: «Los ojos verdes»

      En una cacería, un ciervo herido se dirige hacia la fuente de los Álamos. El montero mayor Íñigo avisa de que en esa zona no pueden adentrarse, por lo que hay que al ciervo por perdido; explica al joven y altivo Fernando de Argensola ( quien  está   irritado por perder la pieza ) que en las aguas de la fuente habita un espíritu del mal y  quien enturbie sus aguas pagará caro su atrevimiento. Pero el joven, soberbio, no hace caso. Inmediatamente después de Bécquer nos narra lo siguiente:

   --Tenéis la color quebrada; andáis mustio y sombrío. ¿Qué os sucede? Desde el día, que yo siempre tendré por funesto, en que llegasteis a la fuente de los Álamos enpos de la res herida, diríase que en una mala bruja os ha encanijanado con sus hechizos. (...) ¿Qué os ocupa tan largas horas lejos de los que más os quieren?
     Mientras Íñigo hablaba, Fernando, absorto en sus ideas, sacaba maquinalmente astillas de su escaño de ébano con el cuchillo de monte.
      Después de un largo silencio, que sólo interrumpía el chirrido  de la hoja al resbalarse sobre la pulimenta madera, el joven exclamó, dirigiéndose a su servidor, como si no hubiera escuchado una sola de sus palabras:
--Íñigo, tú que eres viejo, tú que conoces todas las guardias del Moncayo, que has vivido en sus faldas persiguiendo a las fieras, y en tu errantes excursiones de cazador subiste más de una vez a su cumbre, dime: ¿has encontrado, por por acaso, una mujer que vive entre sus rocas?
--¡Una mujer! --exclamó el montero con asombro y mirándole de hito en hito.
--Sí --dijo el joven--;es una cosa extraña lo que me sucede, muy extraña... Creí poder guardar este secreto eternamente, pero no es ya posible, rebosa en mi corazón y asoma semblante.Voy pues a revelártelo ... Tú me ayudarás a desvanecer el misterio que envuelve  a la criatura que, al parecer, sólo para mí existe, pues nadie la conoce, ni la ha visto, ni puede darme razón de ella.
    El montero, sin despegar los labios, arrastró su banquillo hasta colocarse  junto al escaño de su señor,del que no apartaba  un punto los espantados de los ojos. Este, después de coordinar sus ideas prosiguió así:
    --  Desde el día en que, a pesar de tu funestas predicciones, llegué a la fuente de los Álamos y, atravesando sus aguas, recobré el ciervo que vuestra superstición hubiera dejado huir, se llenó mi alma del deseo de la soledad.

    >>¿Tú no conoces aquel sitio? Mira: la fuente brota escondida en el seno de una peña, y cae, resbalándose gota a gota, por entre las las verdes y flotantes hojas de las plantas que crecen al  borde de su cuna. Aquellas gota (...) se alejan por entre las arenas y forman un cauce, y luchan con los obstáculos que se oponen en su camino, y se repliegan sobre sí mismas, y saltan, y huyen, y corren, unas veces con con risas; otras, con suspiros, hasta caer en un lago. En el lago caen con un rumor indescriptible. Lamentos, palabras, cantares, yo no sé lo que he oído en aquel rumor cuando me he sentado solo y febril sobre el peñasco a cuyos pies saltan las aguas de la fuente misteriosa, para estancarse en una balsa profunda, cuya inmóvil superficie apenas riza el viento de la tarde. (...)

    >>El día que salté sobre ella  con mi Relámpago, creí haber visto brillar en su fondo una cosa extraña..., muy extraña : los ojos de una mujer.
    >>Tal vez sería un rayo de sol que serpeó fugitivo entre su espuma; tal vez una de esas flores que flotan entre las algas de su seno y cuyos cálices parecen esmeraldas...; no sé; yo creí ver una mirada que se clavó en la mía , una mirada que encendió un deseo absurdo, irrealizable; el de encontrar una persona con unos ojos como aquellos. En fusca fui un día y otro a aquel sitio.
    >>Por último, una tarde... yo me creí juguete de un sueño...; pero no, es verdad; le he hablado ya muchas veces como te hablo ; sus pestañas brillaban a ti ahora...; una tarde encontré sentada en mi puesto, y vestida con unas ropas que llegaban hasta las aguas y flotaban sobre su haz, una mujer hermosa sobre toda ponderación. Sus cabellos eran como el oro ; sus pestañas brillaban como hilos de luz, y entre las pestañas volteaban inquietas unas pupilas que yo había visto...sí, por que los ojos de aquella mujer eran los ojos que yo tenía clavados en la mente, unos ojos de un color imposible, unos ojos...
    --¡Verdes! --exclamó Íñigo con un acento de profundo terror e incorporándose de un salto en su asiento.
    Fernando lo miró a su vez como asombrado de que lo concluyese lo que iba a decir, y le preguntó con una mezcla de ansiedad y alegría:
    --¿La conoces?
    --¡Oh, no!m--dijo el montero--. ¡Líbreme Dios de conocerla! Pero mis padres, al prohibirme llegar hasta aquellos lugares, me dijeron mil veces que el espíritu, trasgo, demonio o mujer que habita en sus aguas tiene los ojos de ese color. Yo os conjuro por lo que más améis en la tierra a no volver a ala fuente de los Álamos. Un día u otro os alcanzará su venganza y expiaréis, muriendo, el delito de haber encenegado sus ondas.
    --¡Por lo que más amo! -- murmuró el joven con una triste sonrisa.
    --Sí --prosiguió el anciano--; por vuestros padres, por vuestros deudos, por las lágrimas de la que el cielo destina para vuestra esposa, por las de un servidor, que os ha visto nacer
    --¿Sabes tú lo que más amo en este mundo? ¿Sabes tú por qué daría yo el amor de mi padre, los besos de la que me dio vida y todo el cariño que pueden atesorar todas las de la tierra? Por una mirada, por una sola mirada de esos ojos... ¡Mira cómo podré yo dejar de buscarlos!
    Dijo Fernando estas palabras con tal acento, que la lágrima que temblaba en los párpados de Íñigo se resbaló silenciosa por su mejilla, mientras exclamó son acento sombrío:
--¡Cúmplase la voluntad del cielo!.

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