Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan. Me parecen hombres gordos sin cabeza, que se balancean colgados de las cuerdas del tendedero. Los chicos corremos entre las hileras de pantalones blancos y repartimos azotazos sobre los traseros hinchados. La señora Encarna corre detrás de nosotros con la pala de madera con que golpea la ropa sucia para que escurra la pringue. Nos refugiamos en el laberinto de calles que forman las cuatrocientas sábanas húmedas. A veces consigue alcanzar a alguno; los demás comenzamos a tirar pellas de barro a los pantalones. Les quedan manchas, como si se hubieran ensuciado en ellos, y pensamos en los azotes que le van a dar por cochino al dueño.
Por la tarde, cuando los pantalones están secos, ayudamos a contarlos en montones de diez hasta completar los doscientos. Los chicos de las lavanderas nos reunimos con la señora Encarna en el piso más alto de la casa del lavadero. Es una nave que tiene encima el tejado doblado en dos. La señora Encarna cabe en medio de pie y casi da con el moño en la viga central. Nosotros nos quedamos a los lados y damos con la cabeza en el techo.
(…)Cuando los pobres van con las ropas rotas enseñando la carne porque no tienen otras, no les dejan entrar en la iglesia a rezar, y si se empeñan, llaman a los guardias y les llevan detenidos. Luego tienen los arcones en la sacristías llenos de ropas buenas para los santos y de alhajas y visten a las imágenes de madera y les ponen brillantes y terciopelos. Todos los curas salen como en el Teatro Real con sus trajes de oro y plata, las luces encendidas, sonando el órgano y cantando los coros; mientras cantan, los sacristanes pasan los cepillos. Cuando acaban, cierran la iglesia y los pobres se quedan a dormir en la puerta en cueros. Dentro está la virgen, todavía con la corona de oro y el manto de terciopelo, bien calentita porque la iglesia está alfombrada y las estufas aún encendidas. El niño Jesús tiene unas bragas bordadas con oro y un manto también de terciopelo, con su corona de brillantes. En la puerta hay una pobre a quien mi madre le compró una vez diez céntimos de leche caliente, porque nos enseñaba el pecho arrugado sin leche, y el niño llorando con las nalgas al aire.
(…)
Aquellos muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África, que vuelve la carne en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos. ¡Oh, aquellos muertos! "
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