Cap VI (frag.)
[…] El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitana, con algo en lo que, cada uno de los miembros que la forman, se las agencia como mejor puede, con una libertad y una autonomía absolutas.
El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios del Sinaí.
El niño que canta flamenco tiene un pie algo torcido; rodó por un desmonte, le dolió mucho, anduvo cojeando algún tiempo […]
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Capítulo Primero (frag.)
[…]Doña Rosa va y viene por entre las mesas del café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con frecuencia "leñe" y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el mundo es un Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa, cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se acuesta. Después tose y sonríe [...] Doña Rosa tiene la cara llena de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para arriba y para abajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura […]
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Capítulo III (frag.)
[…] Don Roque se queda preocupado.
—A mí que no me digan; esto no es serio.
Doña Visi se siente un poco en la obligación de disculparse ante su amiga.
—¿No tiene usted frío, Montserrat? ¡Esta casa está algunos días heladora!
—No, por Dios, Visitación; aquí se está muy bien. Tienen ustedes una casa muy grata, con mucho confort, como dicen los ingleses.
—Gracias, Montserrat. Usted siempre tan amable.
Doña Visi sonrió y empezó a buscar su nombre en la lista. Doña Montserrat, alta, hombruna, huesuda, desgarbada, bigotuda, algo premiosa en el hablar y miope, se caló los impertinentes.
Efectivamente, como aseguraba doña Visi, en la última página de "El querubín misionero", aparecía su nombre y el de sus tres hijas.
Doña Visitación Leclerc de Moisés, por bautizar dos chinitos con los nombres de Ignacio y Francisco Javier, 10 pesetas. La señorita Julita Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Ventura, 5 pesetas. La señorita Visitación Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Manuel, 5 pesetas. La señorita Esperanza Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Agustín, 5 pesetas."
—¿Eh? ¿Qué te parece?
Doña Montserrat asiente, obsequiosa.
—Pues que muy bien me parece a mí todo esto, pero que muy bien. ¡Hay que hacer tanta labor! Asusta pensar los millones de infieles que hay todavía que convertir. Los países de los infieles, deben estar llenos como hormigueros.
—¡Ya lo creo! ¡Con lo monos que son los chinitos chiquitines! Si nosotras no nos privásemos de alguna cosilla, se iban todos al limbo de cabeza. A pesar de nuestros pobres esfuerzos, el limbo tiene que estar abarrotado de chinos, ¿no cree usted?
—¡Ya, ya!
—Da grima sólo pensarlo. ¡Mire usted que es maldición la que pesa sobre los chinos! Todos paseando por allí, encerrados sin saber qué hacer...
—¡Es espantoso!
—¿Y los pequeñitos, mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como gusanines en el mismo sitio?
—Verdaderamente.
—Muchas gracias tenemos que dar a Dios por haber nacido españolas. Si hubiéramos nacido en China, a lo mejor nuestros hijos se iban al limbo sin remisión. ¡Tener hijos para eso! ¡Con lo que una sufre para tenerlos y con la guerra que dan de chicos!
Doña Visi suspira con ternura.
—¡Pobres hijas, qué ajenas están al peligro que corrieron! Menos mal que nacieron en España, ¡pero mire usted que si llegan a nacer en China! Igual les pudo pasar, ¿verdad, usted?
Los vecinos de la difunta doña Margot están reunidos en casa de don Ibrahim. Sólo faltan don Leoncio Maestre, que está preso por orden del juez; el vecino del entresuelo D, don Antonio Jareño, empleado de "Wagons-Lits", que está de viaje; el del 2° B, don Ignacio Galdácano, que el pobre está loco, y el hijo de la finada, don Julián Suárez, que nadie sabe donde pueda estar. En el principal A hay una academia donde no vive nadie. De los demás no falta ni uno solo; están todos muy impresionados con lo ocurrido, y atendieron en el acto el requerimiento de don Ibrahim para tener un cambio de impresiones.
En la casa de don Ibrahim, que no era grande, casi no cabían los convocados, y la mayor parte se tuvo que quedar de pie, apoyados en la pared y en los muebles, como en los velatorios […]
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Capítulo primero (frag.)
[…] Algún hombre ya metido en años cuenta a gritos la broma que le gastó, va ya para el medio siglo, a Madame Pimentón.
—La muy imbécil se creía que me la iba a dar. Sí, sí... ¡Estaba lista! La invité a unos blancos y al salir se rompió la cara contra la puerta. ¡Ja, ja! Echaba sangre como un becerro. Decía: "Oh, la, la; oh, la, la", y se marchó escupiendo las tripas. ¡Pobre desgraciada, andaba siempre bebida! ¡Bien mirado, hasta daba risa!
Algunas caras, desde las próximas mesas, lo miran casi con envidia. Son las caras de las gentes que sonreían en paz, con beatitud, en esos instantes en que, casi sin darse cuenta, llegan a no pensar en nada. La gente es cobista por estupidez y, a veces, sonríen aunque en el fondo de su alma sientan una repugnancia inmensa, una repugnancia que casi no pueden contener. Por coba se puede llegar hasta el asesinato; seguramente que ha habido más de un crimen que se haya hecho por quedar bien, por dar coba a alguien.
—A todos estos mangantes hay que tratarlos asi; las personas decentes no podemos dejar que se nos suban a las barbas. ¡Ya lo decía mi padre! ¿Quieres uvas? Pues entra por uvas. ¡Ja, ja! ¡La muy zorrupia no volvió a arrimar por allí!
Corre por entre las mesas un gato gordo, reluciente; un gato lleno de salud y de bienestar; un gato orondo y presuntuoso. Se mete entre las piernas de una señora, y la señora se sobresalta.
—¡Gato del diablo! ¡Largo de aquí!
El hombre de la historia le sonríe con dulzura.
—Pero, señora, ¡pobre gato! ¡Qué mal le hacía a usted? […]
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