Bajo una erguida populosa
encina,
cuya ancha copa en torno
me defiende
de la ardiente canícula,
que ahora
con rayo abrasador
angustia al mundo,
tu oscuro amigo, Fabio,
te saluda.
Mientras tú en el
guardado gabinete,
a par del feble ocioso
cortesano,
sobre el muelle sofá
tendido yaces,
y hasta para alentar
vigor os falta,
yo en estos campos, por
el sol tostado,
lo afronto sin temor,
sudo y anhelo;
y el soplo mismo que me
abrasa ardiente,
en plácido frescor mis
miembros baña.
Miro y contemplo los
trabajos duros
del triste labrado, su
suerte esquiva,
su miseria, sus lástimas,
y aprendo
entre los infelices a ser
hombre.
¡Ay Fabio, Fabio!, en las
doradas salas,
entre el brocado y
colgaduras ricas,
el pie hollando en
tallados pavimentos,
¡qué mal al pobre el
cortesano juzga!
¡qué mal en torno la
opulenta mesa,
cubierta de mortíferos
manjares,
cebo a la gula y la
lascivia ardiente,
del infeliz se escuchan
los clamores!
Él carece de pan; cércale
hambriento
el largo enjambre de sus
tristes hijos,
escuálidos, sumidos en
miseria,
y acaso acaba su doliente
esposa
de dar ¡ay! A la patria
otro infelice,
víctima ya de entonces
destinada
a la indigencia, y del
oprobio siervo;
y allá en la corte, en
lujo escandaloso
nadando en tanto, el
sibarita ríe
entre perfumes y festivos
brindis,
y con su risa a su
desdicha insulta.
[…]
«¿Qué hay», nos grita el
orgullo, «entre el colono,
de común, y el señor? ¿Tu
generosa
antigua sangre, que se
pierde oscura
allá en la edad dudosa
del gran Nino,
y de héroe en héroe hasta
tus venas corre,
de un rústico a la sangre
igual sería?
El potentado distinguirse
debe
del tostado arador;
próvido el cielo
así lo ha decretado,
dando al uno
el arte de gozar, y un
pecho al otro
llevador del trabajo; su
vil frente
del alba matinal a las
estrellas
en amargo sudor los
surcos bañe,
y exhausto expire, a su
señor sirviendo,
mientras él coge
venturoso el fruto
de tan ímprobo afán, y
uno devora
la sustancia de mil.» ¡Oh, cuánto, cuánto
el pecho se hincha con
tan vil lenguaje,
por más que grite la
razón severa
y la cuna y la tumba nos
recuerde
con qué justa natura nos
iguala!
[…]
¿Y éstos miramos con
desdén? ¿La clase
primera del estado,
la más útil,
la más honrada, el
santüario augusto
de la virtud y la
inocencia hollamos?
Y ¿para qué? Para exponer
tranquilos
de una carta al azar -¡oh
noble empleo
del tiempo y la riqueza!-
lo que haría
próvido heredamiento a
cien hogares;
para premiar la audacia
temeraria
del rudo gladiador, que a
sus pies deja
el útil animal que el
corvo arado
para sí nos demanda; los
mentidos
halagos con que artera al
duro lecho,
desde sus brazos, del
dolor nos lanza
una impudente cortesana;
el raro
saber de un peluquero,
que elevando
de gasas y plumaje una
alta torre
sobre nuestras cabezas,
las rizadas
hebras de oro en que ornó
naturaleza
a la beldad, afea y
desfigura
con su indecente y
asquerosa mano. […]