—Martín Antolínez, [...] he gastado todo el oro y la plata: bien
veis que nada traigo conmigo y buena falta me haría para todos los que me
siguen. Me lo he de procurar a la fuerza, ya que de voluntad no me lo han de
dar. Con vuestro consejo, quiero que construyamos dos arcas y las llenemos de
arena de manera que pesen mucho, y sean forradas de cuero labrado y bien
claveteadas. [...] Id después a buscarme prontamente a Raquel y a Vidas.
“Puesto que me vedan la compra en Burgos y me destierra la ira del rey—les
diré—no puedo llevar conmigo mis bienes, que pesan mucho; por lo cual prefiero
empeñárselos a un precio razonable. “Llévenseles las arcas de noche, no lo vea
nadie. Sólo lo vea y lo juzgue el Criador, con todos los santos; Él sabe que no
puedo más, que lo hago forzado.
Martín Antolínez, sin tardar, entra a Burgos, llega el castillo
de la ciudad, donde moran los judíos, y pregunta urgentemente por Raquel y
Vidas. Juntos estaban Raquel y Vidas haciendo cuentas de sus ganancias, cuando
llegó a ellos Martín Antolínez el prudente:
—¿Dónde están Raquel y Vidas, mis queridos amigos? Quisiera
hablar con ellos a solas.
Y, en efecto, se apartaron los tres.
—Raquel y Vidas, vengan estas manos en prenda de fidelidad, que
no me descubriréis ni a moros ni a cristianos. Quiero haceros ricos para
siempre de modo que no paséis más trabajos. Sabed, pues, que el Campeador ha
venido por unos tributos y ha cobrado bienes incontables y extraordinarios,
reteniendo para sí cuanto había de algún valor, de lo cual ha sido acusado.
Tiene llenas de oro fino dos arcas. Sabréis, además que está airado por el rey,
y ha tenido que abandonar sus heredades, sus casas y sus palacios. No puede
llevarse consigo sus riquezas, porque sería descubierto y desea el buen
Campeador dejarlas en vuestras manos, y que le prestéis por la prenda una
cantidad razonable. Coged, pues, las arcas, ponedlas en seguro, y prometed y
jurad que no las habéis de tocar en todo este año.
Raquel y Vidas se fueron a meditar:
—A nosotros nos importa sacar de todo alguna ventaja. Ya
sabíamos, en efecto, que él también ha sacado algo de los bienes que cobró en
tierra de moros. Quien mucho dinero acuñado guarda, no duerme tranquilo.
Tomemos, pues, estas arcas y guardémoslas donde nadie las huela.
—Pero veamos: ¿cuánto pedirá el Cid, y qué interés nos pagará
por todo este año?
Y el prudente Martín Antolínez repuso:
—El Cid les contentará con lo que sea justo; poco pedirá, con
tal de dejar en salvo sus riquezas. De todas partes se le vienen a juntar los
desheredados, y él necesita unos seiscientos marcos para pagar a su gente.
Y dijeron Raquel y Vidas:
—Los daremos de buena gana.
—Pues mirad que viene la noche, el Cid está deprisa, y
necesitamos que nos deis los marcos.
Y dijeron Raquel y Vidas:
—No se hacen así los negocios, sino primero tomando y después
dando.
—Conformes —dice Martín Antolínez—. Venid ambos con el ilustre
Campeador ahora mismo, y os ayudaremos, como es justo, a acarrear las arcas y
ponerlas en seguro, donde moros ni cristianos lo sepan.
Y Raquel y Vidas:
—Bien está. Y una vez aquí las arcas, recibiréis los seiscientos
marcos.
Y hete aquí a Martín Antolínez cabalgando muy apresurado en
compañía de Raquel y Vidas. Pero no han pasado por el puente; para que no los
sientan los de Burgos, cruzan por el agua.
Pronto llegan a la tienda del Campeador; apenas entran, vana
besar las manos al Cid. El Cid, sonriente, les habla:
—¡Hola, don Raquel y don Vidas! No os habréis olvidado de mí.
Voy desterrado: me ha echado el rey. Se me figura que vais a comprar de lo mío.
No pasaréis más trabajo en vuestros días.
Y Raquel y Vidas le besaron las manos. [...]
—Carguen al instante las arcas —dice Martín Antolínez—.
Llevadlas, Raquel y Vidal; ponedlas en vuestro secreto. Os acompañaré para que
nos deis los marcos convenidos, porque el Cid tiene que marcharse antes que
cante el gallo.
¡Vierais qué alegría de cargar las arcas! Aunque forzudos,
apenas podían ponerlas sobre el lomo de las bestias. Gozosos estaban Raquel y
Vidas con sus riquezas, y ya se daban por opulentos para todos sus días. [...]
Ya se llevaban las arcas Raquel y Vidas, y con ellos entraban en
Burgos Martín Antolínez. Cautelosamente llegaron a la posada. Tendieron en
mitad de la sala una alfombrilla, y sobre ella una sábana de hilo muy fina y
blanca. De una vez contó allí don Martín trescientos marcos de plata, sin
pesarlos; y los otros trescientos se los pagaron en oro. Cinco escuderos traía
consigo; a todos los carga. Hecho esto, dijo lo que oiréis:
—Ya están en vuestras manos las arcas, amigos Raquel y Vidas.
Bien merezco unas calzas en agasajo por lo que os he hecho ganar.
Y Raquel y Vidas se alejaron un poco, hablando entre sí:
Muy agradecido recibió don Martín los marcos, y tras de haberse
despedido, salió de la posada. Ya sale de Burgos, ya que cruza el Arlanzón, ya
está de nuevo en la tienda del Cid bienhadado. Con los brazos abiertos lo
recibe el Cid.
—¿Sois vos, Martín Antolínez, mi fiel vasallo? ¡Ojalá llegue día
en que pueda recompensaros lo que habéis hecho!
—Soy yo, Campeador, que traigo buenas nuevas. Vos habéis ganado
seiscientos, yo treinta. Mandad recoger la tienda y alejémonos a toda prisa.
(ANÓNIMO: Cantar de
Mio Cid)
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