DOÑA FRANCISCA.- Haré
lo que mi madre me manda, y me casaré con usted.
DON DIEGO.- ¿Y después,
Paquita?
DOÑA FRANCISCA.-
Después... y mientras me dure la vida, seré mujer de bien.
DON DIEGO.- Eso no lo
puedo yo dudar... Pero si usted me considera como el que ha de ser hasta la
muerte su compañero y su amigo, dígame usted, estos títulos ¿no me dan algún
derecho para merecer de usted mayor confianza? ¿No he de lograr que usted me
diga la causa de su dolor? Y no para satisfacer una impertinente curiosidad,
sino para emplear método en su consuelo, en mejorar su suerte, en hacerla
dichosa, si mi conato y mis diligencias pudiesen tanto.
DOÑA FRANCISCA.-
¡Dichas para mí!... Ya se acabaron.
DON DIEGO.- ¿Por qué?
DOÑA FRANCISCA.- Nunca
diré por qué.
DON DIEGO.- Pero ¡qué
obstinado, qué imprudente silencio!... Cuando usted misma debe presumir que no
estoy ignorante de lo que hay.
DOÑA FRANCISCA.- Si
usted lo ignora, señor don Diego, por Dios no finja que lo sabe; y si, en
efecto, lo sabe usted, no me lo pregunte.
DON DIEGO.- Bien está.
Una vez que no hay nada que decir, que esa aflicción y esas lágrimas son
voluntarias, hoy llegaremos a Madrid, y dentro de ocho días será usted mi mujer.
DOÑA FRANCISCA.- Y daré
gusto a mi madre.
DON DIEGO.- Y vivirá
usted infeliz.
DOÑA FRANCISCA.- Ya lo
sé.
DON
DIEGO.- Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien
a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con
una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en
el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el
genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su
voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite,
menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan
aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo
mandan, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien
criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la
astucia y el silencio de un esclavo.
FERNÁNDEZ
DE MORATÍN, Leandro: El sí de las niñas. Acto tercero (frag.)
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