lunes, 3 de noviembre de 2014

Benito Pérez Galdós (Las Palmas de Gran Canaria, 1843-Madrid, 1920)[esp], _Miau_ (1888), cap. XXIII (frag. 1) «El ínclito joven acompañaba...»

      El ínclito joven acompañaba a su novia algunas tardes a la iglesia, a pesar de las reiteradas instancias de ella para que la dejara sola. Comúnmente la esperaba al salir, y juntos iban hasta la casa, hablando del predicador como la noche antes, en la tertulia, hablaban de los cantantes del Real. Si Abelarda iba temprano a la iglesia, la acompañaba Luis, que a poco de probar estas excursiones tomó grandísima afición a ellas. El buen Cadalsito pasaba un rato con devoción y compostura; pero luego se cansaba y se ponía a dar vueltas por la iglesia, mirando los estandartes de la Orden de Santiago que hay en las Comendadoras, acercándose a la reja grande para atisbar a las monjas, inspeccionando los altares recargados de ex-votos de cera. En Monserrat, iglesia perteneciente al antiguo convento que es hoy Cárcel de Mujeres, no se encontraba Luis tan a gusto como en las Comendadoras, que es uno de los templos más despejados y más bonitos de Madrid. A Monserrat encontrábalo frío y desnudo; los santos estaban mal trajeados; el culto le parecía pobre, y además de esto había en la capilla de la derecha, conforme entramos, un Cristo grande, moreno, lleno de manchurrones de sangre, con enaguas y una melena natural tan larga como el pelo de una mujer, la cual efigie le causaba tanto miedo, que nunca se atrevía a mirarla sino a distancia, y ni que le dieran lo que le dieran entraba en su capilla.

      Sucedió más de una vez que Cadalsito, en su inquieta vagancia dentro de la iglesia, se sentaba en algún banco solitario, sintiéndose acometido del mal precursor de la extraña visión. Más de una vez se dijo que en tal sitio, a poco que se adormilase, había de ver al Señor de la barba blanca, por ser aquella una de sus casas. Pero cerraba los ojos, haciendo como una mental evocación de la extraordinaria visita, y esta no se presentaba. En alguna ocasión, no obstante, creyó ver al augusto anciano saliendo por una puerta de la sacristía y perdiéndose en el altar, como si se introdujera por invisible hueco. También le pareció que el mismo Señor salía revestido de la sacerdotal túnica y casulla bordada, a decir misa, a decirse a sí mismo la misa, cosa que a Cadalsito le pareció por demás extraña. Pero no estaba muy seguro de que esto fuera así, y bien podía ser que se engañase; al menos grandes dudas tenía sobre el particular. Una tarde, oyendo en Monserrat el rosario que rezaba el cura, al cual contestaban en la iglesia unas dos docenas de mujeres, y en el coro las presas, que debían ser más de ciento por el murmullo intensísimo que sus voces hacían, Luisito se sintió con los síntomas de somnolencia. En la iglesia había muy poca luz, y todo en ella era misterio, sombras que la cadencia tétrica del rezo hacía más cerradas y tenebrosas. Desde donde Cadalsito estaba, veía un brazo del Cristo aquel, y la lamparilla que junto al brazo colgaba del techo. Le entró tal pánico, que se habría marchado a la calle si hubiera podido; pero no se pudo levantar. Hizo propósito de vencer el sopor, y se pellizcó los brazos diciendo: «¡Ay!, ¡contro!, si me duermo y se me pone al lado el Cristo de las melenas, del miedo me caigo muerto». Y el miedo y los esfuerzos por despabilarse vencían al fin su insano sopor.

      En cambio de estos malos ratos, Monserrat se los proporcionaba buenos, cuando se aparecía por allí su amigo y condiscípulo Silvestre Murillo, hijo del sacristán. Silvestre inició a Luis en algunos misterios eclesiásticos, explicándole mil cosas que este no comprendía; por ejemplo: qué era la reserva del Santísimo, qué diferencia hay entre el Evangelio y la Epístola, por qué tiene San Roque un perro y San Pedro llaves, metiéndose en unas erudiciones litúrgicas que tenían que oír. «La hostia, verbigracia, lleva dentro a Dios, y por eso los curas antes de cogerla, se lavan las manos para no ensuciarla, y dominus vobisco es lo mismo que decir: cuidado, que seáis buenos». Metidos los dos en la sacristía, Silvestre le enseñaba las vestiduras, las hostias sin consagrar, que Cadalso miraba con respeto supersticioso, las piezas del monumento que pronto se armaría, el palio y la manga-cruz, revelando en el desenfado con que lo enseñaba y en sus explicaciones un cierto escepticismo del cual no participaba   -226-   el otro. Pero no pudo Murillito hacerle entrar en la capilla del Cristo de las melenas, ni aun asegurándole que él las había tenido en la mano cuando su madre se las peinaba, y que aquel Señor era muy bueno y hacía la mar de milagros.

      Como la mente de los chicos se impresiona con todo, y a esta impresión se amolda con energía y prontitud su naciente voluntad, aquellas visitas a la iglesia despertaron en Cadalsito el deseo y propósito de ser cura, y así lo manifestaba a sus abuelos una y otra vez. Todos se reían de esta precoz vocación, y al mismo Víctor le hizo mucha gracia. Sí, Luisito aseguraba que o no sería nada o cantaría misa, pues le entusiasmaban todas las funciones sacerdotales, incluso el predicar, incluso el meterse en el confesonario para oír los pecados de las mujeres. Díjolo con ingenuidad tan graciosa, que todos se partieron de risa, y de ello tomó pie Víctor para romper a hablar a solas con la insignificante por primera vez después de la conferencia de marras. No estaba presente ninguna persona mayor, y el único que podía oír era Luis y estaba engolfado en su álbum filatélico.


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