SIMÓN.— … A propósito, ¿qué te parece de este don Justo?TORCUATO.— Jamás traté ministro alguno que reúna en sí las cualidades de buen juez en tan alto grado. ¡Qué rectitud! ¡Qué talento! ¡Qué humanidad!SIMÓN.— Pero, hombre, es tan blando, tan filósofo... Yo quisiera a los ministros más duros, más enteros. Me acuerdo que le conocí en Salamanca de colegial, y a fe que entonces era bien enamorado. Pero, hijo mío, ¡si tú hubieras alcanzado a los ministros de mi tiempo...! ¡Oh, aquéllos sí que eran hombres en forma! … Entonces se ahorcaban hombres a docenas.TORCUATO.— Habría más delitos.SIMÓN.— ¿Más delitos que ahora? Pues ¿no ves que estamos rodeados de ladrones y asesinos?TORCUATO.— Según eso, habría menos conocimiento de las leyes.SIMÓN.— ¿De las leyes? ¡Bueno! Ahí están los comentarios que escribieron sobre ellas; míralos y verás si las conocieron. Hombre hubo que sobre una ley de dos piensa de otro modo. ...¿Querrás creerme que hablando la otra noche con don Justo de la muerte de mi yerno, se dejó decir que nuestra legislación sobre los duelos necesitaba de reforma, y que era una cosa muy cruel castigar con la misma pena al que admite un desafío que al que le provoca? ¡Mira tú qué disparate tan garrafal! ¡Como si no fuese igual la culpa de ambos! Que lea, que lea los autores, y verá si encuentra en alguno tal opinión.TORCUATO.— No por eso dejará de ser acertada. Los más de nuestros autores se han copiado unos a otros, y apenas hay dos que hayan trabajado seriamente en descubrir el espíritu de nuestras leyes. ¡Oh!, en esa parte lo mismo pienso yo que el señor don Justo.SIMÓN.— Pero, hombre...TORCUATO.— En los desafíos, señor, el que provoca es, por lo común, el más temerario y el que tiene menos disculpa. Si está injuriado, ¿por qué no se queja a la justicia? Los tribunales le oirán y satisfarán su agravio según las leyes. Si no lo está, su provocación es un insulto insufrible; pero el desafiado...SIMÓN.— Que se queje también a la justicia.TORCUATO.— ¿Y quedará su honor bien puesto? El honor, señor, es un bien que todos debemos conservar; pero es un bien que no está en nuestra mano, sino en la estimación de los demás. La opinión pública le da y le quita. ¿Sabéis que quien no admite un desafío es al instante tenido por cobarde? Si es un hombre ilustre, un caballero, un militar, ¿de qué le servirá acudir a la justicia? La nota que le impuso la opinión pública, ¿podrá borrarla una sentencia? Yo bien sé que el honor es una quimera, pero sé también que sin él no puede subsistir una monarquía; que es alma de la sociedad; que distingue las condiciones y las clases; que es principio de mil virtudes políticas, y en fin, que la legislación, lejos de combatirle, debe fomentarle y protegerle.
(JOVELLANOS, Melchor Gaspar de: El delincuente honrado [frag.])
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