Tal dijo don Félix con fruncido ceño,
en torno arrojando con fiero ademán
miradas audaces de fiero desdeño,
al Dios por quien jura capaz de
arrostrar.
El carïado, lívido esqueleto,
los fríos, largos y asquerosos brazos
le enreda en tanto en apretados lazos
y ávido le acaricia en su ansiedad,
y con su boca cavernosa busca
la boca a Montemar, y a su mejilla
la árida, descarnada y amarilla
junta y refriega repugnante faz.
Y él, envuelto en sus secas coyunturas,
aún más sus nudos que se aprietan
siente;
baña un mar de sudor su ardida frente
y crece en su impotencia su furor.
Pugna con ansia a desasirse en vano,
y cuanto más airado forcejea,
tanto más se le junta y le desea
el rudo espectro que le inspira horror.
Y en furioso, veloz remolino
y en aérea fantástica danza
que la mente del hombre no alcanza
en su rápido curso a seguir,
los espectros su ronda empezaron,
cual en círculos raudos el viento
remolinos de polvo violento
y hojas secas agita sin fin. …
[Los espectros inician una danza frenética, cada vez más veloz,
mientras pronuncian, con lúgubres aullidos, un canto a la unión de los esposos
en la tumba.]
Y a tan continuo vértigo,
a tan funesto encanto,
a tan horrible canto,
a tan tremenda lid,
entre los brazos lúbricos
que aprémianle, sujeto
del hórrido esqueleto,
entre caricias mil,
jamás vencido el ánimo,
su cuerpo ya rendido,
sintió desfallecido
faltarle, Montemar;
y a par que más su espíritu
desmiente su miseria,
la flaca, vil materia
comienza a desmayar.
Y siente un confuso,
loco devaneo,
languidez, mareo
y angustioso afán;
y sombras y luces,
la estancia que gira,
y espíritus mira
que vienen y van.
Y luego a lo lejos,
flébil en su oído,
eco dolorido
lánguido sonó,
cual la melodía
que el aura amorosa
y el agua armoniosa
de noche formó.
Y siente luego
su pecho ahogado
y desmayado,
turbios sus ojos,
sus graves párpados
flojos caer;
la frente inclina
sobre su pecho,
y a su despecho
siente sus brazos
lánguidos, débiles,
desfallecer.
Y vio luego
una llama
que se inflama
y murió;
y perdido
oyó el eco
de un gemido
que expiró.
Tal, dulce
suspira
la lira
que hirió
en blando
concento
del viento
la voz,
leve,
breve
son.
En tanto en nubes de carmín y grana
su luz el alba arrebolada envía,
y alegre regocija y engalana
las altas torres el naciente día;
sereno el cielo, calma la mañana,
blanda la brisa, transparente y fría,
vierte a la tierra el Sol con su
hermosura
rayos de paz y celestial ventura.
Y huyó la noche, y con la noche huían
sus sombras y quiméricas mujeres,
y a su silencio y calma sucedían
el bullicio y rumor de los talleres;
y a su trabajo y a su afán volvían
los hombres, y a sus frívolos placeres;
algunos hoy volviendo a su faena
de zozobra y temor el alma llena,
que era pública voz que llanto arranca
del pecho pecador y empedernido
que en forma de mujer y en una blanca
túnica misteriosa revestido,
¡aquella noche el diablo a Salamanca
había, en fin, por Montemar venido!...
Y si, lector, dijerdes ser comento,
como me lo contaron te lo cuento.
(ESPRONCEDA,
José de: El estudiante de Salamanca)
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