jueves, 30 de enero de 2014

Arcipreste de Hita. Juan Ruiz (Alcalá de Henares, c.1284-c.1351)[esp], _Libro de buen amor_ (1330 Y 1343), «Enxiemplo del mur de Monferrado et del mur de Guadalaxara»




     Mur de Guadalajara un lunes madrugaba
y fuese a Monferrado, en el mercado andaba;
un ratón de gran barba invitole a su cava,
convidole a comer ofreciéndole un haba.

     Están en mesa pobre, buen gesto y buena cara,
si la comida es poca, en la amistad se ampara,
a los pobres manjares el placer los repara;
quedó muy satisfecho el de Guadalajara.

      La comida ya hecha, el manjar acabado,
convidó el de la villa al mur de Monferrado
para que fuese el martes a ver aquel mercado
y que, en correspondencia, fuera su convidado.

     Le recibió en su casa y diole mucho queso,
mucho fresco tocino que no estaba salpreso,
enjundias, pan cocido, sin medida ni peso;
así, del aldeano crecía el embeleso.

     Manteles de buen lino, una blanca talega
bien repleta de harina; el mur allí se pega;
muchas honras y obsequios le hacía su colega,
alegría y buen rostro con la comida llega.

     En la mesa, muy rica, mucha buena vianda,
a cual mejor de todo el manjar que allí anda,
y, además, el agrado que el ser huésped demanda;
solaz con mesa buena, a cualquier hombre ablanda.

     Ya comiendo y holgando, en medio del yantar,
la puerta de la estancia comenzó a resonar;
su señoría la abría, dentro quería entrar,
los ratones, de miedo, huyen al verla andar.

     El de Guadalajara va al hueco acostumbrado,
mas el huésped corría acá y allá asustado,
sin saber en qué sitio se vería amparado;
a la pared se acoge, muy quieto y arrimado.

     Cerrada ya la puerta y pasado el temor,
estaba el aldeano con fiebre u con temblor;
sosegábalo el otro, dice —”Amigo, señor,,
alégrate comiendo de todo a tu sabor.

     Este manjar es y sabe como miel.”
Contestó el aldeano:—”Veneno yace en él;
al que teme la muerte el panal sabe a hiel.
Sólo para ti es dulce; tú solo come de él.

     Para quien tiene miedo no existe dulce cosa,
falta el gusto de todo con la vida azarosa
si se teme a la muerte, ni la miel es sabrosa,
toda cosa es amarga en vida peligrosa.

     Prefiero roer habas, muy tranquilo y en paz,
que comer mil manjares, inquieto y sin solaz;
con miedo, lo que es dulce se convierte en agraz;
pues todo es amargura donde el miedo es voraz.

     Mas, ¿por qué me detengo aquí? Casi me mato
del miedo que pasé, porque me da el olfato
que, si al estar yo solo, hubiera entrado un gato,
me atrapa, sin duda, y me diera un mal rato.

     Tú tienes grandes cosas, pero mucha compaña,
comes muchos manjares y eso es lo que te engaña;
mejor es mi pobreza en segura cabaña,
porque el hombre mal pisa y el gato mal araña.

     Con paz y con sosiego es rica la pobreza,
para el rico medroso es pobre la riqueza,
tiene siempre recelo con miedo y con tristeza;
la pobreza gozosa es segura nobleza.”

(ARCIPRESTE DE HITA: Libro de Buen Amor)

Juan Manuel. Infante de Castilla (Escalona, Toledo, 1282-Peñafiel, Valladolid, 1348 o 1349)[esp], El conde Lucanor, Exemplo II «Un hombre bueno y su hijo»


     Este hombre y su hijo eran labradores y vivían cerca de una villa. Un día de mercado le dijo a su hijo que fueran los dos a comprar algunas cosas que necesitaban. Para lo cual llevaron una bestia. Camino del mercado, yendo ambos a pie con la bestia sin carga, encontraron a unos hombres que venían de la villa adonde ellos iban.    Cuando, después de saludarse, se separaron unos de los otros, los que encontraron empezaron a decir entre ellos que no parecían muy sensatos el padre ni el hijo, pues llevando la bestia sin carga marchaban a pie. El labrador, después de oír esto, preguntó a su hijo qué le parecía lo que aquellos decían. Respondiole el mozo que creía que no era natural el ir a pie los dos. Entonces mandó el honrado labrador a su hijo que montara la bestia.
 
      Yendo así por el camino encontraron a otros hombres que, al separarse de ellos, dijeron que no estaba bien que el honrado labrador fuera a pie, siendo viejo y cansado, mientras su hijo que, por ser mozo, podía sufrir mejor los trabajos, iba cabalgando. Preguntó entonces el padre al hijo qué le parecía lo que estos decían. Contestó el mancebo que tenían razón. En vista de ello le mandó que bajara de la bestia y se subió él a ella.
 
     A poco rato tropezaron con otros, que dijeron que era un destino dejar a pie al mozo, que era tierno y aún no estaba hecho a las fatigas, mientras el padre, acostrumbrado a ellas, montaba la bestia. Entonces le preguntó el labrador a su hijo qué opinaba de esto. Respondiole el mancebo que, según su opinión, decían la verdad. Al oírlo su padre le mandó se subiese también en la bestia, para no ir a pie ninguno de los dos.  
     Yendo de este modo encontraron a otros que empezaron a decir que la bestia que montaban estaba tan flaca que apenas podía andar ella sola, y que era un crimen ir los dos subidos. El honrado labrador preguntó a su hijo qué le parecía lo que aquellos decían. Respondiole el hijo que era ello muy cierto. Entonces el padre replicó de este modo:
—Hijo, piensa que cuando salimos de casa y veníamos a pie y traíamos la bestia sin carga ninguna, tú lo aprobaste. Cuando encontramos gentes en el camino que lo criticaron y yo te mandé montarte en la bestia y me quedé a pie, también lo aprobaste. Después tropezamos con otros hombres que dijeron que no estaba bien y, en vista de ello, te bajaste, te bajaste tú y me monté yo, y a ti también te pareció muy bien. Y porque los que luego encontramos nos lo criticaron, te mandé subir en la bestia conmigo; entonces dijiste que era esto mejor que el ir tú a pie y yo solo en la bestia. Ahora estos dicen que no hacemos bien en ir los dos montados y también lo apruebas. Pues nada de esto puedes negar, te ruego me digas qué es lo que podemos hacer que no sea criticado: ya nos criticaron ir los dos a pie, ir tú montado y yo a pie, y viceversa, y ahora nos critican el montar los dos. Fíjate bien que tenemos que hacer alguna de estas cosas, y que todas ellas las critican. Esto ha de servirte para aprender a conducirte en la vida, convenciéndote de que nunca harás nada que a todo el mundo le parezca bien, pues si haces una cosa buena, los malos, y además todos aquellos a quien no beneficie, la criticarán, y si la haces mala, los buenos, que aman el bien, no podrán aprobar lo que hayas hecho mal. Por tanto, si tú quieres hacer lo que más te convenga, haz lo que creas que te beneficia, con tal que no sea malo, y en ningún caso lo dejes de hacer por miedo al qué dirán, pues la verdad es que las gentes dicen lo primero que se les ocurre, sin pararse a pensar en lo que nos conviene.

Anónimo medieval del siglo XII_Poema de Mio Cid, _Poema de Mio Cid_, ver



     Salieron, pues, de Valencia, bien aguijón a espolón.
Los caballeros de combate, fuertes, corredores son;
ganóselos don Rodrigo, no se los dio nadie, no.
Camino van del lugar que con el Rey acordó.
Al Cid el Rey don Alfonso un día se adelantó.
Cuando vieron que venía el buen Cid Campeador,
a recibirlo salieron haciéndole un gran honor.
No bien que al Rey hubo visto el que en buena hora nació,
a todos sus caballeros que alto hiciesen les mandó,
sino a aquellos escogidos que quiere de corazón.
Él ha elegido unos quince; con ellos pie a tierra echó.
Según lo había pensado el que en buena hora nació,
de manos y de rodillas sobre la tierra se hincó.
Allí las hierbas del campo con los dientes las mordió;
llorando estaban sus ojos, tal fue el gozo que sintió.
Así sabe someterse ante Alfonso, su señor.
Fue de esta misma manera que a los pies del Rey cayó
—En pie, levantaos, Cid, en pie, Cid Campeador.
Quiero me beséis las manos; no me beséis los pies, no.
Y si esto no hacéis ahora, no volveréis a mi amor.
Las rodillas en el suelo estaba el Campeador:
—A vos, señor natural, a vos os pido favor.
Estando yo de rodillas, así dadme vuestro amor,
que lo puedan oír todos lo que aquí me digáis vos.
Dijo el Rey: —Esto yo haré con mi alma y mi corazón.
Aquí a vos yo os perdono y a vos otorgo mi amor.
Podéis volver a mi reino; parte de él sois desde hoy.

(ANÓNIMO: Cantar de Mio Cid)

Anónimo medieval de siglo XII, _Poema de Mio Cid_




     Tañen allí las campanas en San Pedro con clamor.
Escúchanse por Castilla voces diciendo el pregón:
cómo se va de la tierra nuestro Cid Campeador.
Los unos dejan sus casa; otros, bienes y favor.
En este día tan sólo en el puente de Arlanzón
ciento quince caballeros júntanse, y con viva voz
todos piden y preguntan por el Cid Campeador.
Allí Martín Antolínez a todos los recogió.
Vanse todos a San Pedro, donde está el que bien nació. [...]

     Seis días de los del plazo se les han pasado ya;
sólo tres quedan al Cid, sabed, que ninguno más.
Y mandó el Rey don Alfonso a nuestro Cid vigilar;
que si después de aquel plazo lo consiguen apresar
ni por oro ni por plata, que no podrían escapar.
El día se va acabando la noche se quiere entrar.
El Cid a sus caballeros los mandó a todos juntar:
—Oíd, varones, lo que digo no os dé por ello pesar.
Aunque es poco lo que traigo, vuestra parte os quiero dar.
Mostraos aquí diligentes, haced lo que es de esperar.
Mañana, a primera hora, cuando esté el día al llegar,
sin que nadie se retrase todos mandáis ensillar.
A maitines en San Pedro tocará este buen Abad.
La misa dará por todos, de la Santa Trinidad.
Una vez la misa dicha, enseguida a cabalgar,
pues el plazo se termina, y queda mucho que andar.
Tal como lo mandó el Cid, dicen que todos lo harán.
La noche ya va pasando, la mañana va a apuntar.
Antes que la noche acabe ya comienza a ensillar.
Las campanas con gran prisa a maitines tocan ya.
Nuestro Cid y su mujer, los dos a la iglesia van.
Echóse doña Jimena en las gradas del altar
y allí ruega al Creador, cuanto mejor sabe orar,
que al Cid, el Campeador, lo libre de todo mal.[...]
Rezadas las oraciones, las misa vino a acabar.
Ya salieron de la iglesia; pronto van a cabalgar.
El Cid a doña Jimena allí la quiere abrazar,
y doña Jimena al Cid la mano le va a besar,
El Cid a sus hijas niñas no se cansa de mirar.[...]
Lloran todos con gran pena, como nunca se vio tal.
Nuestro Cid con sus vasallos ya principia a cabalgar;
esperando a que se junten, la cabeza vuelve atrás.[...]
Allí soltaron las riendas y comenzó a cabalgar,
que pronto se acaba el plazo en que el reino han de dejar.

(ANÓNIMO: Cantar de Mio Cid)


miércoles, 29 de enero de 2014

Miguel de Cervantes Saavedra (Alcalá de Henares, Madrid, 1547-Madrid, 1616)[esp], _El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha_ (1605), cap. XXXII (frag.) «Y como el cura dijese […] que quitan el juicio»



Y como el cura dijese que los libros de caballerías que don Quijote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero:
—No sé yo cómo puede ser eso; que en verdad que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres de ellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo a mí, sino a otros. Porque cuando es tiempo de la siega, se recogen aquí, las fiestas, muchos segadores, y siempre ha algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodeámonos de él más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto, que nos quita mil canas; a lo menos de mí sé decir que cuando oyo decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estas oyéndolos noches y días.
Después de hablar el ventero con entusiasmo de algunas peripecias de los libros de caballería sigue el siguiente diálogo:
Oyendo esto Dorotea, dijo callando a Cardenio:
—Poco le falta a nuestro huésped para hacer la segunda parte del Quijote.
—Así me parece a mí—respondió Cardenio—, porque, según da inicio, él tiene por cierto que todo lo que estos libros cuentan pasó ni más ni menos que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos.
—Mirad, hermano—tornó a decir el cura—, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirolingio de Tracia, ni otros caballeros semejantes que los libros de caballerías cuentan, porque todo es compostura y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron para el efeto que vos decís de entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores. Porque realmente os juro nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas ni disparates acontecieron en él.
—¡A otro perro con ese hueso!—respondió el ventero—. ¡Como si yo no supiese cuántas son cinco y adónde me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que quisiera darme vuestra merced a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sean disparates y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta y tantas batallas y tantos encantamientos que quitan el juicio!
(CERVANTES, Miguel de: Don Quijote de la Mancha)

Juan Manuel. Infante de Castilla (Escalona, Toledo, 1282-Peñafiel, Valladolid, 1348 o 1349)[esp], _El conde Lucanor_ (1335) -Exemplo XXXVIII «De lo que aconteció a un hombre que iba cargado de piedras preciosas y se ahogó en un río»



Un día dijo el conde a Patronio que tenía muchas ganas de quedarse en un sitio en el que le habían de dar mucho dinero, lo que le suponía un beneficio grande, pero que tenía mucho miedo de que si se quedaba, su vida correría peligro: por lo que le rogaba que le aconsejara qué debía hacer.
-Señor conde -respondió Patronio-, para que hagáis lo que creo que os conviene más, me gustaría que supierais lo que sucedió a un hombre que llevaba encima grandes riquezas y cruzaba un río.
El conde preguntó qué le había sucedido.
-Señor conde -dijo Patronio-, un hombre llevaba a cuestas una gran cantidad de piedras preciosas; tantas eran que pesaban mucho. Sucedió que tenía que pasar un río y como llevaba una carga tan grande se hundía mucho más que si no la llevara; al llegar a la mitad del río se empezó a hundir aún más. 
Un hombre que estaba en la orilla le comenzó a dar voces y a decirle que si no soltaba aquella carga se ahogaría. Aquel majadero no se dio cuenta de que, si se ahogaba, perdería sus riquezas junto con la vida, y, si las soltaba, perdería las riquezas pero no la vida. Por no perder las piedras preciosas que traía consigo no quiso soltarlas y murió en el río.
A vos, señor conde Lucanor, aunque no dudo que os vendría muy bien recibir el dinero y cualquier otra cosa que os quieran dar, os aconsejo que si hay peligro en quedaros allí no lo hagáis por afán de riquezas. También os aconsejo que nunca aventuréis vuestra vida si no en defensa de vuestra honra o por alguna cosa a que estéis obligado, pues el que poco se precia, y arriesga su vida por codicia o frivolidad, es aquel que no aspira a hacer grandes cosas. Por el contrario, el que se precia mucho ha de obrar de modo que le precien también los otros, ya que el hombre no es preciado porque él se precie, sino por hacer obras que le ganen la estimación de los demás. Convenceos de que el hombre que vale precia mucho su vida y no la arriesga por codicia o pequeña ocasión; pero en lo que verdaderamente debe aventurarse nadie la arriesgara de tan buena gana ni tan pronto como el que mucho vale y se precia mucho.
Al conde gustó mucho la moraleja, obró según ella y le fue muy bien. Viendo don Juan que este cuento era bueno, lo hizo poner en este libro y escribió unos versos que dicen así:
A quien por codicia la vida aventura,
la más de las veces el bien poco dura.


(Juan Manuel. Infante de Castilla (1282-1349): El conde Lucanor, Cuento XXXVIII, «Lo que sucedió a un hombre que iba cargado de piedras preciosas y se ahogó en un río.»

lunes, 27 de enero de 2014

Pío Baroja y Nessi (San Sebastián, 1872-Madrid, 1956)[esp], _El árbol de la ciencia_ (1911), Primera parte, cap. VI «La sala de disección»(frag.) «La mayoría de estudiantes […] desprecio por la sensibilidad»



La mayoría de estudiantes ansiaban llegar a la sala de disección y hundir el escalpelo en los cadáveres, como si les quedara un fondo de crueldad primitiva.
En todos ellos se producía un alarde de indiferencia y de jovialidad al encontrarse frente a la muerte, como si fuera una cosa divertida y alegre destripar y cortar en pedazos los cuerpos de los infelices que llegaban allá.
Dentro de la clase de disección, los estudiantes gustaban de encontrar grotesca la muerte; a un cadáver le ponían un cucurucho en la boca y un sombrero de papel.
Se contaba de un estudiante de segundo año que había embromado a un amigo suyo, que sabía era un poco aprensivo, de este modo: cogió el brazo de un muerto, se embozó en la capa y se acercó a saludar a su amigo.
-¿Hola, qué tal?- contestó el otro.
El amigo estrechó la mano, se estremeció al notar su frialdad, y se qauedó horrorizado al ver que por debajo de la capa salía el brazo de un cadáver.
De otro caso sucedido por entonces se habló mucho entre los alumnos. Uno de los médicos del hospital, especialista en enfermedades nerviosas, había dado orden de que a un enfermero suyo, muerto en su sala, se le hiciera la autopsia, se le extrajera el cerebro y se le llevara a su casa.
El interno extrajo el cerebro, y lo envió con un mozo al domicilio del médico. La criada de la casa, al ver el paquete, creyó que eran sesos de vaca, y los llevó a la cocina, y los preparó, y los sirvió a la familia.
Se contaban muchas historias como esta, fueran verdad o no, con verdadera fruición. Existía entre los estudiantes de Medicina una tendencia al espíritu de clase, consistente en un común desdén por la muerte, en cierto entusiasmo por la brutalidad quirúrgica y en un gran desprecio por la sensibilidad.

(BAROJA, Pío: El árbol de la ciencia )

Camilo José Cela Trulock (Iria Flavia, La Coruña 1916-Madrid, 2002)[esp], _La familia de Pascual Duarte_ (1942), cap. I «Tenía una perrilla...»



     Tenía una perrilla perdiguera -la Chispa-, medio ruin, medio bravía, pero que se entendía muy bien conmigo; con ella me iba muchas mañanas hasta la Charca, a legua y media del pueblo hacia la raya de Portugal, y nunca nos volvíamos de vacío para casa. Al volver, la perra se me adelantaba y me esperaba siempre junto al cruce; había allí una piedra redonda y achatada como una silla baja, de la que guardo tan grato recuerdo como de cualquier persona; mejor, seguramente, que el que guardo de muchas de ellas... Era ancha y algo hundida, y cuando me sentaba se me escurría un poco el trasero (con perdón) y quedaba tan acomodado que sentía tener que dejarla; me pasaba largos ratos sentado sobre la piedra del cruce, silbando, con la escopeta entre las piernas, mirando lo que había de verse, fumando pitillos. La perrilla se sentaba enfrente de mí, sobre sus dos patas de atrás, y me miraba, con la cabeza ladeada, con sus dos ojillos castaños muy despiertos; yo le hablaba y ella, como si quisiera entenderme mejor, levantaba un poco las orejas; cuando me callaba aprovechaba para dar unas carreras detrás de los saltamontes, o simplemente para cambiar de postura. Cuando me marchaba, siempre, sin saber por qué, había de volver la cabeza hacia la piedra, como para despedirme, y hubo un día que debió parecerme tan triste por mi marcha, que no tuve más suerte que volver mis pasos a sentarme de nuevo... La perra volvió a echarse frente a mí y volvió a mirarme; ahora me doy cuenta de que tenía la mirada de los confesores, escrutadora y fría, como dicen que es la de los linces... Un temblor recorrió todo mi cuerpo; parecía como una corriente que forzaba por salirme por los brazos. El pitillo se me había apagado; la escopeta, de un solo caño, se dejaba acariciar, lentamente, entre mis piernas. La perra seguía mirándome fija, como si no me hubiera visto nunca, como si fuese a culparme de algo de un momento a otro, y su mirada me calentaba la sangre de las venas de tal manera que se veía llegar el momento en que tuviese que entregarme; hacía calor, un calor espantoso, y mis ojos se entornaban dominados por el mirar, como un clavo, del animal...

     Cogí la escopeta y disparé; volví a cargar y volví a disparar. La perra tenía una sangre oscura y pegajosa que se extendía poco a poco por la tierra.

(CELA, Camilo José: La familia de Pascual Duarte)

Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 1916-Madrid, 2000)[esp], _Historia de una escalera_ (1949) -Acto I (Frag.) «FERNANDO.- No, no.[…]¡Carmina!»



FERNANDO.- No, no. Te lo suplico. No te marches. Es preciso que me oigas... y que me creas. Ven. (La lleva al primer peldaño.) Como entonces.

 (Con un ligero forcejeo la obliga a sentarse contra la pared y se sienta a su lado. Le quita la lechera y la deja junto a él. Le coge una mano.)

CARMINA.- ¡Si nos ven!

FERNANDO.- ¡Qué nos importa! Carmina, por favor, créeme. No puedo vivir sin ti. Estoy desesperado. Me ahoga la ordinariez que nos rodea. Necesito que me quieras y que me consueles. Si no me ayudas, no podré salir adelante.

CARMINA.- ¿Por qué no se lo pides a Elvira?

 (Pausa. Él la mira, excitado y alegre.)

FERNANDO.- ¡Me quieres! ¡Lo sabía! ¡Tenías que quererme! (Le levanta la cabeza. Ella sonríe involuntariamente.) ¡Carmina, mi Carmina!

 (Va a besarla, pero ella le detiene.)

CARMINA.- ¿Y Elvira?

FERNANDO.- ¡La detesto! Quiere cazarme con su dinero. ¡No la puedo ver!

CARMINA.- (Con una risita.) ¡Yo tampoco!

 (Ríen, felices.)

FERNANDO.- Ahora tendría que preguntarte yo: ¿Y Urbano?

CARMINA.- ¡Es un buen chico! ¡Yo estoy loca por él! (FERNANDO se enfurruña.) ¡Tonto!

FERNANDO.- (Abrazándola por el talle.) Carmina, desde mañana voy a trabajar de firme por ti. Quiero salir de esta pobreza, de este sucio ambiente. Salir y sacarte a ti. Dejar para siempre los chismorreos, las broncas entre vecinos... Acabar con la angustia del dinero escaso, de los favores que abochornan como una bofetada, de los padres que nos abruman con su torpeza y su cariño servil, irracional...

CARMINA.- (Reprensiva.) ¡Fernando!

FERNANDO.- Sí. Acabar con todo esto. ¡Ayúdame tú! Escucha: voy a estudiar mucho, ¿sabes? Mucho. Primero me haré delineante. ¡Eso es fácil! En un año... Como para entonces ya ganaré bastante, estudiaré para aparejador. Tres años. Dentro de cuatro años seré un aparejador solicitado por todos los arquitectos. Ganaré mucho dinero. Por entonces tú serás ya mi mujercita, y viviremos en otro barrio, en un pisito limpio y tranquilo. Yo seguiré estudiando. ¿Quién sabe? Puede que para entonces me haga ingeniero. Y como una cosa no es incompatible con la otra, publicaré un libro de poesías, un libro que tendrá mucho éxito...

CARMINA.- (Que le ha escuchado extasiada.) ¡Qué felices seremos!

FERNANDO.- ¡Carmina!

(Se inclina para besarla y da un golpe con el pie a la lechera, que se derrama estrepitosamente. Temblorosos, se levantan los dos y miran, asombrados, la gran mancha blanca en el suelo.)

TELÓN

(BUERO VALLEJO, Antonio: Historia de una escalera, “Acto I”)

Blas de Otero (Bilbao, 1916-Madrid, 1979)[esp], _Ángel fieramente humano_ (1950), «Hombre»



     Luchando, cuerpo a cuerpo, con la muerte,
al borde del abismo, estoy clamando
a Dios. Y su silencio, retumbando,
ahoga mi voz en el vacío inerte.

     Oh Dios. Si he de morir, quiero tenerte
despierto. Y, noche a noche, no sé cuándo
oirás mi voz. Oh Dios. Estoy hablando
solo. Arañando sombras para verte.

     Alzo la mano, y tú me la cercenas.
Abro los ojos: me los sajas vivos.
Sed tengo, y sal se vuelven tus arenas.

     Esto es ser hombre: horror a manos llenas.
Ser —y no ser— eternos, fugitivos.
¡Ángel con grandes alas de cadenas!

(OTERO, Blas de: Ángel fieramente humano, “Hombre”)