¡Allí estaban las
chabolas! Sobre un pequeño montículo en que concluía la carretera derruida,
Amador se había alzado -como muchos siglos antes Moisés sobre un monte más
alto- y señalaba con ademán solemne y con el estallido de la sonrisa de sus
belfos gloriosos el vallizuelo escondido entre dos montañas altivas, una de escombrera
y cascote, de ya vieja y expoliada basura ciudadana la otra (de la que la busca
de los indígenas colindantes había extraído toda sustancia aprovechable valiosa
o nutritiva), en el que florecían, pegados los unos a los otros, los soberbios
alcázares de la miseria. La limitada llanura aparecía completamente ocupada por
aquellas oníricas construcciones confeccionadas con maderas de embalaje de
naranjas y latas de leche condensada, con láminas metálicas provenientes de
envases de petróleo o de alquitrán, con onduladas uralitas recortadas
irregularmente, con alguna que otra teja dispareja, con palos torcidos llegados
de bosques muy lejanos, con trozos de manta que utilizó en su día el ejército
de ocupación, con ciertas piedras graníticas redondeadas en recuerdo de
cimientos que un glaciar cuaternario aportó a las morrenas gastadas de la
estepa, con ladrillos de “gafa” uno a uno robados en la obra y traídos en el
bolsillo de la gabardina, con adobes en que la frágil paja hace al barro lo que
las barras de hierro al cemento hidráulico, con trozos redondeados de vasijas
rotas en litúrgicas tabernas arruinadas, con redondeles de mimbre que antes
fueron sombreros, con cabeceras de cama estilo imperio de las que se han
desprendido ya en el Rastro los latones, con fragmentos de la barrera de una
plaza de toros pintados todavía de color de herrumbre o sangre, con latas
amarillas escritas en negro del queso de la ayuda americana, con piel humana y
con sudor y lágrimas humanas congeladas.
(MARTÍN-SANTOS, Luis:
Tiempo de Silencio)
No hay comentarios:
Publicar un comentario