lunes, 27 de enero de 2014

Mariano José de Larra y Sánchez de Castro (Madrid, 1809-Madrid, 1837)[esp], _Colección de artículos dramáticos, literarios y de costumbres_ (1835) «El castellano viejo» (frag.)



     Ya habrá conocido el lector, siendo tan perspicaz como yo le imagino, que mi amigo Braulio está muy lejos de pertenecer a lo que se llama gran mundo y sociedad de buen tono, pero no es tampoco un hombre de la clase inferior, puesto que es un empleado de los de segundo orden, que reúne entre su sueldo y su hacienda cuarenta mil reales de renta [...]; que es persona, en fin, cuya clase, familia y comodidades de ninguna manera se oponen a que tuviese una educación más escogida y modales más suaves e insinuantes. Mas la vanidad le ha sorprendido por donde ha sorprendido a la mayor parte de nuestra clase media y a toda nuestra clase baja. Es tal su patriotismo, que dará todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país [...]

     -Supuesto que estamos los que hemos de comer -exclamó don Braulio-, vamos a la mesa, querida mía.

-Espera un momento -le contestó su esposa casi al oído-, con tanta visita yo he faltado algunos momentos de allá dentro y...

-Bien, pero mira que son las cuatro.

-Al instante comeremos.

Las cinco eran cuando nos sentábamos a la mesa.

-Señores -dijo el anfitrión al vernos titubear en nuestras respectivas colocaciones-, exijo la mayor franqueza; en mi casa no se usan cumplimientos. ¡Ah, Fígaro!, quiero que estés con toda comodidad; eres poeta, y además estos señores, que saben nuestras íntimas relaciones, no se ofenderán si te prefiero; quítate el frac, no sea que le manches.

-¿Qué tengo de manchar? -le respondí, mordiéndome los labios.

-No importa, te daré una chaqueta mía; siento que no haya para todos.

-No hay necesidad.

-¡Oh!, sí, sí, ¡mi chaqueta! Toma, mírala; un poco ancha te vendrá.

-Pero, Braulio...

-No hay remedio, no te andes con etiquetas.

Y en esto me quita él mismo el frac, velis nolis, y quedo sepultado en una cumplida chaqueta rayada, por la cual sólo asomaba los pies y la cabeza, y cuyas mangas no me permitirían comer probablemente. [...]

     […] A todo esto, el niño que a mi izquierda tenía, hacía saltar las aceitunas a un plato de magras con tomate, y una vino a parar a uno de mis ojos, que no volvió a ver claro en todo el día; y el señor gordo de mi derecha había tenido la precaución de ir dejando en el mantel, al lado de mi pan, los huesos de las suyas y los de las aves que había roído. El convidado de enfrente, que se preciaba de trinchador, se había encargado de hacer la autopsia de un capón, o sea gallo, que esto nunca se supo. Fuese por la edad avanzada de la víctima, fuese por los ningunos conocimientos anatómicos del victimario, jamás aparecieron las coyunturas […] En una de las embestidas, resbaló el tenedor sobre el animal como si tuviera escama, y el capón, violentamente despedido, pareció querer tomar su vuelo como en tiempos más felices, y se posó en el mantel tranquilamente, como pudiera en un palo de un gallinero.

     El susto fue general, y la alarma llegó a su colmo cuando un surtidor de caldo, impulsado por el animal furioso, saltó a inundar mi limpísima camisa. Levántase rápidamente a este punto el trinchador con ánimo de cazar el ave prófuga y, al precipitarse sobre ella, una botella que tiene a la derecha, con la que tropieza su brazo, abandonando su posición perpendicular, derrama un abundante caldo de Valdepeñas sobre el capón y el mantel. Corre el vino, auméntase la algazara, llueve la sal sobre el vino para salvar el mantel... Una criada, toda azorada, retira el capón en el plato de su salsa; al pasar sobre mí, hace una pequeña inclinación, y una lluvia maléfica de grasa desciende, como el rocío sobre los prados, a dejar eternas huellas en mi pantalón color de perla. La angustia y el aturdimiento de la criada no conocen término. Retírase atolondrada sin acertar con las excusas; al volverse, tropieza con el criado que traía una docena de platos limpios y una salvilla con las copas para los vinos generosos, y toda aquella máquina viene al suelo con el más horroroso estruendo y confusión […].

      ¿Hay más desgracias? ¡Santo cielo! SÍ, las hay para mí, infeliz. Doña Juana, la de los dientes negros y amarillos, me alarga de su plato y con su propio tenedor una fineza, que es indispensable aceptar y tragar. El niño se divierte en despedir a los ojos de los concurrentes los huesos disparados de las cerezas. Don Leandro me hace probar el manzanilla exquisito, que he rehusado, en su misma copa, que conserva las indelebles señales de sus labios grasientos. Mi gordo fuma ya sin cesar, y me hace cañón de su chimenea […].

     A Dios gracias, logro escaparme de aquel nuevo Pandemonio. Por fin, ya respiro el aire fresco y desembarazado de la calle; ya no hay necios, ya no hay castellanos viejos a mi alrededor.
-¡Santo Dios, yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días; líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento, en que sólo se pone la mesa decente para los convidados, en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones, en que se hacen finezas, en que se dicen versos, en que hay niños, en que hay gordos, en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos! Quiero que, si caigo de nuevo en tentaciones semejantes, me falte un roastbeef, desaparezca del mundo el beefsteak, se anonaden los timbales de macarrones, no haya pavos en Périgueux, ni pasteles en Perigord, se sequen los viñedos de Burdeos, y beban, en fin, todos menos yo la deliciosa espuma del champagne.

Concluida mi deprecación mental, corro a mi habitación a despojarme de mi camisa y de mi pantalón, reflexionando en mi interior que no son unos todos los hombres, puesto que los de un mismo país, acaso de un mismo entendimiento, no tienen las mismas costumbres, ni la misma delicadeza, cuando ven las cosas de tan distinta manera. Vístome y vuelo a olvidar tan funesto día entre el corto número de gentes que piensan, que viven sujetas al provechoso yugo de una buena educación libre y desembarazada, y que fingen acaso estimarse y respetarse mutuamente para no incomodarse, al paso que las otras hacen ostentación de incomodarse, y se ofenden y se maltratan, queriéndose y estimándose tal vez verdaderamente.

(LARRA, Mariano José de: Artículos, “El castellano viejo”)

1 comentario:

  1. Comparto con vosotros un audiolibro de El castellano viejo para que también puedan disfrutarlo quienes, por el motivo que sea, no puedan leerlo.

    Espero que os guste (y os divierta) tanto como a mí.

    https://audiolibrosencastellano.com/ensayo/audiolibro-completo-castellano-viejo-mariano-jose-larra-1832

    Un saludo :)

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