lunes, 24 de febrero de 2014

Clarín. Leopoldo Alas (Zamora, 1852-Oviedo, 1901)[esp], _La Regenta_ (1884), Capítulo IV (frag.) «Es verdad, […] en aquel obispo»



-«Es verdad, es verdad» -pensaba ella arrepentida.
Pero entonces hacía falta otra cosa. ¿Aquel vacío de su corazón iba a llenarse? Aquella vida sin alicientes, negra en lo pasado, negra en lo porvenir, inútil, rodeada de inconvenientes y necedades ¿iba a terminar? Como si fuera un estallido, sintió dentro de la cabeza un «sí» tremendo que se deshizo en chispas brillantes dentro del cerebro. Pasaba esto mientras seguía leyendo; aún estaba aturdida, casi espantada por aquella voz que oyera dentro de sí, cuando llegó al pasaje en donde el santo refiere que paseándose él también por un jardín oyó una voz que le decía «Tole, lege» y que corrió al texto sagrado y leyó un versículo de la Biblia... Ana gritó, sintió un temblor por toda la piel de su cuerpo y en la raíz de los cabellos como un soplo que los erizó y los dejó erizados muchos segundos.
Tuvo miedo de lo sobrenatural; creyó que iba a aparecérsele algo... Pero aquel pánico pasó, y la pobre niña sin madre sintió dulce corriente que le suavizaba el pecho al subir a las fuentes de los ojos. Las lágrimas agolpándose en ellos le quitaban la vista.
Y lloró sobre las Confesiones de San Agustín, como sobre el seno de una madre. Su alma se hacía mujer en aquel momento.
Por la tarde acabó de leer el libro. Dejó los últimos capítulos que no entendía.
De noche, en la biblioteca, discutían don Carlos, un clérigo de Loreto y varios aficionados a la filosofía y a la buena sidra, que prodigaba el arruinado Ozores por tal de tener contrincantes. Decía que pensar a solas es pensar a medias. Necesitaba una oposición. El capellán quería dejar bien puesto el pabellón de la Iglesia y pasar agradablemente las noches que se hacían eternas en Loreto, aun en primavera.
Ana, sentada lejos, casi hundida y perdida en una butaca grande de gutapercha, de grandes orejas, donde había ella soñado mucho despierta, soñaba también ahora con los ojos muy abiertos, inmóviles. Pensaba en San Agustín; se le figuraba con gran mitra dorada y capa de raso y oro, recorriendo el desierto en un África que poblaba ella de fieras y de palmeras que llegaban a las nubes. Era, como en la infancia, un delicioso imaginar; otro canto de su poema. Sólo con recordar la dulzura de San Agustín al reconciliarse en su cátedra con un amigo que asistió a oírle, del cual vivía separado, sentía Ana inefable ternura que le hacía amar al universo entero en aquel obispo.

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