Al salir de la maraña con el ojo herido gañía tenuemente. El tío Ratero dijo: «No sirve ya; está vieja». Y el niño la tomó en sus brazos y pasó la noche aplicándole compresas de áloe y pimienta. A la mañana siguiente, le bañó el ojo con jugo de ciruela, pero todo resultó inútil; la perra quedó tuerta con una expresión extraña en la cara entre pícara y taciturna.Por San Juan de Ante Portam Latinam parió la perra; echó seis cachorrilos moteados y uno de pelaje canela. El Nini bajó donde el Centenario a darle la buena nueva.—Ya somos parientes, ¿no?—le dijo el viejo.—¿Parientes, señor Rufo?—A ver. ¿No son cachorros del Duque y de tu perra?—Sí.—Pues entonces.El niño no se habituaba ahora a la soledad. Echaba en falta a la perra, a su lado. Cada vez que salía de la cueva, el animalillo lo seguía con la vista dudando entre abandonarle a él o abandonar a sus crías. Una tarde, al regresar de sus correrías la encontró aullando lastimeramente. Bajo ella, oculto entre las ubres, jugueteaba solitario el cachorro canela. El Ratero le dijo con una sonrisa maliciosa;—Este ve bien.El Nini lo miró sin responderle. Agregó el tío Ratero:—Tiene los ojos bien listos.El niño vacilaba:—¿Y los otros?—dijo al fin.—¿Los otros?—¿Dónde los puso?En la cara del tío Ratero se dibujó una mueca entre estúpida y socarrona.—¿Dónde? Por ahí.La perra gañía a su lado y el Nini tomó el cachorro en sus brazos y salió de la cueva. La Fa lo precedía rastreando en la cárcava, atravesó el camino, y por la linde del trigal se llegó al prado, levantó el hocico al viento y al cabo, sin vacilar, se dirigió al río en línea recta. Una vez allí se alebró, la cabeza gacha, como entregada. Entonces divisó el Nini entre las espadañas el primer cachorro. Uno a uno recuperó los seis cadáveres y allí mismo, en el prado, cavó una hoya profunda y los enterró. Al concluir puso una cruz de palo sobre el montón de tierra y la Fa se ovilló a su lado, mirándolo apagadamente, con su único ojo agradecido.
(DELIBES, Miguel: Las ratas)
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