Volví la cabeza hacia otro lado, y en
una mesa bastante inmediata a la mía se hallaba un literato; a lo menos le
vendían por tal unos anteojos sumamente brillantes, por encima de cuyos
cristales miraba, sin duda porque veía mejor sin ellos, y una caja llena de
rapé, de cuyos polvos, que sacaba con bastante frecuencia y que llegaba a las
narices con el objeto de descargar la cabeza, que debía tener pesada del mucho
discurrir, tenía cubierto el suelo, parte de la mesa y porción no pequeña de su
guirindola, chaleco y pantalones. Porque no quisiera que se me olvidase
advertir a mis lectores que desde que Napoleón, que calculaba mucho, llegó a
ser emperador, y que se supo podría haber contribuido mucho a su elevación el
tener despejada la cabeza, y, por consiguiente, los puñados de tabaco que a
este fin tomaba, se ha generalizado tanto el uso de este estornudorífico, que
no hay hombre, que discurra que no discurra, que queriendo pasar por persona de
conocimientos no se atasque las narices de este tan precioso como necesario
polvo. Y volviendo a nuestro hombre:
–¿Es posible –le decía a otro que
estaba junto a él y que afectaba tener frío porque sin duda alguna señora le
había dicho que se embozaba con gracia–, es posible –le decía mirando a un
folleto que tenía en las manos–, es posible que en España hemos de ser tan
desgraciados o, por mejor decir, tan brutos?
(LARRA, Mariano José
de: Artículos de costumbres.
"El café")
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